La edad de la inocencia
(Del Flower Power al suicidio punk de Kurt Cobain o al de Hunter) Pablo E. Chacón A primera hora de la mañana del 8 de abril de 1994, llegó un electricista para instalar un nuevo sistema de seguridad en un chalet con vistas al lago Washington, al norte de la ciudad estadounidense de Seattle. En el invernadero se encontró con el cadáver de Kurt Cobain, caído sobre un enorme charco de sangre. El líder de Nirvana había tomado una sobredosis de heroína y, por si las moscas, se había volado la parte izquierda de la cabeza con una Remington calibre 20.
La noticia no extrañó a casi nadie. Al fin y al cabo, se trataba del hombre que había compuesto Me odio a mí mismo y Quiero morirme. Sus anteriores intentos de suicidio habían sido públicos. La nota junto a su cuerpo no dejaba lugar a dudas: «Es mejor quemarse que irse apagando lentamente», un párrafo de una canción del canadiense Neil Young. Sin embargo, su muerte produjo un pequeño revuelo comercial, fundado éste en una supuesta conspiración.
Pese a lo atractivo de la hipótesis de un poder en la sombra, estaba claro que a Kurt Cobain lo había matado Kurt Cobain. Simplemente, el compositor era una nueva víctima de la contracultura. Y hasta eso es relativo. Él se consideraba un músico punk, un rockero dedicado a hacer música alternativa, y había vendido millones de discos. ¿Eso es un mérito? La historia lo juzgará, pero sin duda su protagonismo fue una de las causas por la cual el rock empezó a conocerse como grunge, una etiqueta más comercial que rock o punk.
En vez de estar orgulloso, Cobain vivía avergonzado. Su mala fe, según decía, era producto de «haberse vendido a las multinacionales». La salida de Nevermind, el clásico de su grupo, Nirvana, superó en ventas hasta al mismísimo Michael Jackson. El siguiente álbum, In Utero, contenía música deliberadamente oscura e inaccesible (si es que ya no lo era); pero no sirvió de nada. El disco llegó al número uno en menos de una semana.
El músico de Seattle —sus testimonios al respecto son múltiples— era incapaz de reconciliar la música alternativa con el éxito masivo. Por eso, finalmente se suicidó. Con todo, hay quienes prefieren lanzar toda clase de estupideces y psicologismos al respecto. De todas las interpretaciones, la de los profesores Joseph Heath y Andrew Potter quizá sea la más maliciosa, la menos sólida (y la más interesada). Dicen que el hombre, desesperado por hacer un gesto, prefirió abandonar el mundo sin haberse «vendido al sistema», antes de perder el resto de su integridad, porque «la música punk es libertad».
En rigor, como los más regionales y argentinos Callejeros, Cobain era un autodidacta que decía haberse educado en la escuela Música Punk 101. Se sabe: parte del imaginario punk consistió en rechazar lo que habían defendido los hippies, veintipico de años antes. La generación X, cuya vertiente familiar la componen Bill Gates y sus geniecillos, en los limpísimos jardines de Silicon Valley, despreciaron siempre a los Nirvana, la heroína y los antidepresivos de diseño, que éstos consumían por toneladas. La generación X, que tuvo hasta un panfleto firmado por Bret Easton Ellis, el autor de American Psycho, descreía de los ideales pacifistas, de las comunidades transparentes y de los océanos interiores. Según ellos, eran más lúcidos (donde el tuerto es el rey de los ciegos)... En aquellos Estados Unidos de Reagan, el sida, el crack, la especulación financiera y los serial killers, decir que «los hijos de la bomba» (sobre Hiroshima y Nagasaki) no reconocían esa música falsamente suntuosa (el rock sinfónico) o las bendiciones del ácido lisérgico, y menos que menos el pacifismo, parece una posición razonable o muy razonable . Pero ¿era sólo eso?
Según los grunge, no se trataba que los hippies hubieran sido radicales, sino demasiado tibios. Se habían vendido. Eran, como decía Cobain, unos «hipócritas». Exactamente los términos que usaba, del otro lado del Atlántico, unos años antes (se trata de Inglaterra), Johny Rotten, líder de los Sex Pistols, cuando hablaba de los Rolling Stones o de los Pink Floyd (hoy rodeados de auras asistencialistas). De todos modos, para entenderlo mejor, bastaba ver la película Reencuentro, de Lawrence Kasdan: los hippies se habían reconvertido en yuppies. «Yo sólo me pondría una camiseta teñida», decía Cobain, «si estuviera manchada con la sangre de Jerry García», el ex líder de los Grateful Dead, la banda paradigmática del flower power, cuyos obligatorios quince minutos de fama habían pasado hacía años, en Woodstock, el gigantesco festival de agosto del 69, el verano del amor.
EL ANZUELO DE LA CONTRACULTURA
Es cierto que la gente respondió a la contracultura porque su contenido era en cierta medida una crítica del viejo mundo y sus valores. En el capitalismo tardío, todo arte que se diga arte debe criticar, aunque sea de forma incoherente o nihilista, la sociedad del espectáculo. Esa crítica sirve para preservar su objeto: la contracultura no puede negar la cultura, sólo sustituirla por una opuesta, un nuevo contenido para la eterna forma-mercancía.
A principios de los 80, el rock era una mala imitación de sí mismo; se había convertido en un espectáculo: como todas las dimensiones de la existencia, diría más tarde el situacionista francés Guy Debord; y la venerable Rolling Stone se había convertido en un folleto financiado por las grandes cadenas de discos.
Se podrá imaginar la mezcla de vanidad y vergüenza que atravesó la cabeza de Kurt Cobain cuando le ofrecieron salir en la tapa de RS: aceptó, por supuesto, en honor a la historia, luciendo una remera con una inscripción que decía Las revistas de música convencional no sirvan para nada; ergo, «podemos disfrazarnos para infiltrarnos en la mecánica del sistema y fomentar su podredumbre desde dentro, sabotear el imperio fingiendo jugar su juego, comprometernos sólo lo suficiente para denunciar sus mentiras. Y así los imbéciles, peludos y sudorosos macho-sexistas pronto se ahogarán en un pozo de semen y cuchillas de afeitar, indefensos ante la rebeldía de sus hijos, la cruzada armada y desprogramada que avanza manchando los suelos de Wall Street de escombros revolucionarios». El párrafo no merece mayores comentarios.
De todas las ideas que Cobain y el punk y La generación X rechazaron, hubo una sola que se tragaron con anzuelo y todo: la de la contracultura misma.
BOB: DYLAN ES DYLAN
La revolución de la industria del disco de los años 50 y 60 fue, justamente, el triunfo de esa industria sobre el segmento rebelde de la cadena de valor. Los festivales de rock no fueron sino celebraciones de asalto sobre el consumo cultural juvenil, que trataba desesperadamente, durante la década de los Kennedy y la guerra de Argelia, de parecer una revuelta. Bob Dylan, en su momento, fraguó un accidente de moto, mucho menos grave de lo promocionado, para escapar de ese público anestesiado que lo adoraba como un líder. Entretanto, Luther King y a Malcolm X habían sido asesinados y las Harley Davidson de Dennis Hopper y Peter Fonda cruzaban de oeste a este el gran país del Norte, haciendo de víctimas de esa chusma que no entendía nada del amor libre, esos operarios a sueldo de Jimmy Hoffa (un camionero sindicalista, ídolo de nuestro argentino Hugo Moyano).
Es redundante decirlo: esa chusma, todavía a sueldo de los herederos de Hoffa, alimentada por la savia cristiana del evangelismo protestante, el aliento del club del rifle y el petróleo texano, vive, goza de excelente salud y gana elecciones por varios cuerpos.
También hay que decir que Hopper y Fonda no arruinaron a nadie más que a sí mismos (y hasta eso es discutible): llegaron a Perú a filmar, y en lugar de filmar se dedicaron a las orgías y a las drogas duras. Pero no es gente que da consejos. ¿Se imaginan a Hopper aconsejando a Robert Downing jr? Dylan a veces espanta, es cierto, toca para el Papa, pero Dylan es Dylan, y aunque esto no quiera decir nada, bueno, ese día habría tomado mucha falopa o hizo lo que tuvo ganas.
UN PARAÍSO COMO CUALQUIER OTRO
Hay leyendas que no mueren nunca. La contracultura arrastra ese matiz romántico de la filosofía del gueto y la banda callejera. Los raperos de éxito tienen que mantener su credo, tienen que ser auténticos: auténticamente idiotas, como los hippies; suelen ir armados (los raperos), procurando algún incidente como para terminar, pobres víctimas, en la cárcel y demostrar que lo de ellos va en serio. Así que además de los muchos punks y hippies muertos, ahora hay un panteón de raperos muertos.
La idea de la contracultura, la ideología de la contracultura, está tan incrustada en el mundo social que influye poderosamente sobre la industria que la reproduce, sin dejar de afectar a la política y a la cultura. Además, se ha convertido, entre algunos, en uno de los modelos posibles de la política de izquierda contemporánea. De hecho, ha sustituido casi por completo al socialismo. Por cierto, Tony Blair no desentonaría en una propaganda que venda las bondades de una crema de afeitar con fondo musical de Eminem. Pero la verdad es que hay dos ideas que parecen encontradas y que es una misma: la primera, que los artistas deben enfrentarse a la sociedad convencional; la segunda, que efectivamente lo hacen.
Así como los sociólogos que asesoraban a las entidades oficiales creyeron que las revueltas del gueto, durante los sesenta, en Los Angeles, eran una respuesta de los negros hacia las condiciones existentes («no hay nada mejor que un sociólogo marxista para entender una empresa», decía por entonces un Henry Kissinger asesor de empresas), también se creyó que la alienación era una simple cuestión de percepción; se pensó (y se teorizó, con Herbert Marcuse a la cabeza) que las trabas de la vida social eran las ideas y actitudes dominantes, y que era la conciencia (abstraída de la práctica social) lo que había que transformar. Se reinterpretó la crisis, para mejor aceptarla. Así, toda negatividad era un problema mental que se resolvía transformando las malas vibraciones en buenas vibraciones; el sufrimiento, un mal karma, porque las malas experiencias imposibilitan el fluir con las cosas.
En Hight-Ashbury, los resortes del poder funcionaron como con aceite, como deben funcionar: resultó, en la prehistoria de la edad de los medios audiovisuales, la primera psicologización masiva (y exitosa) de un conflicto social; las consecuencias están a la vista: se sentó un precedente, una ecuación que podría leerse: las condiciones existentes desaparecerán tan pronto como todos estén convencidos que no existen. La representación de la santidad laica new age era la causa, no la consecuencia, aunque apareciera como tal: aceptar el destino, ser santo, no perder la calma, respirar hondo, pausado, relajarse, si hay suerte, y gozar. Son las complicidades de mínima que necesita la policía para prosperar.
Éstas fueron las vigas maestras —purgadas de todas las críticas políticas, económicas e ideológicas— que sostuvieron el armazón material de la contracultura, en su versión anglosajona: una vuelta a las raíces, a la tierra, las comunas; la abolición de las jerarquías y de la propiedad privada, la libertad sexual, el vegetarianismo y las drogas como vías del conocimiento interior.
El escenario contemporáneo, que con pericia literaria y alto cinismo, describe el francés Michel Houellebecq en su Ampliación del campo de batalla y particularmente en Plataforma, es el de que aquellos hijos privilegiados del baby boom y del estado de bienestar (que funcionó como tal hasta la crisis del petróleo, en 1973) se habían inventado un Leviatán de que ahora éramos todos esclavos: la vuelta a la tierra acabó con la simpatía de los campesinos; la abolición de las jerarquías y de la propiedad privada aceleró la instalación de dictaduras o democracias tuteladas, que desregularon y abrieron los mercados y privatizaron la mayor parte de los servicios (y de paso trabaron o volvieron muy dificultoso el paso entre aduanas, además de flexibilizar el intercambio de las comunicaciones); la libertad sexual provocó un inesperado retorno de lo reprimido: el reinado del matrimonio, la reacción cristiano-evangélica y la pornomercancía son palancas ineludibles del actual paraíso; el vegetarianismo aceleró la industrialización de las tierras vírgenes y las competencias por las patentes, el avance de las industrias genéticas y la destrucción del medio ambiente; y finalmente las drogas, que pasaron a formar parte del mercado del ocio obligatorio o simples sucedáneos de las culturas new age.
EFECTOS SECUNDARIOS DE UNA CONTRACULTURA LISÉRGICA
En 1969, el norteamericano Theodore Roszak publicó El nacimiento de una contracultura, el programa que durante largos años sostendrá cierta convergencia entre las vertientes anglosajona y europeísta de la cuestión. Se trataba de una filosofía antitecnológica que había sentado a la ciencia en el banquillo de los acusados, responsable del carácter inhumano y del potencial destructivo de las sociedades modernas (similar argumento repetirían, años más tarde, nuestros Ernesto Sabato y Eduardo Duhalde). Pero la realidad indica que nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura y el capitalismo. El psicoanalista Jacques Lacan, imposibilitado de dar una clase durante las revueltas de París, en el 68, les echó en cara a los estudiantes estar buscando «un nuevo amo». Pero siempre hay un pero.
La contracultura dejó, en su arrastre, de todo un poco: subrayó lo espiritual sobre lo material, el hedonismo sobre la prudencia y la tolerancia sobre el prejuicio. Se fundaron comunas en Berlín, en los Estados Unidos, en Dinamarca, en Holanda, se ensayaron nuevas prácticas sociales —educación no dirigida, hospicios ambulatorios, etcétera—. Es cierto que incluso estos loables intentos terminaron cooptados: lo espiritual, por las religiones de laboratorio; el hedonismo, por la industria turística; y la tolerancia, por el multiculturalismo, que es como decir aplanamiento de las diferencias.
Sin embargo, no se pueden ignorar los nombres propios: los beatniks, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso, Neil Cassidy, escritores; Chet Baker, Miles Davis, John Coltrane, músicos; Robert Frank, fotógrafo; Roland Topor, dibujante; Godard, de Antonioni, cineastas; Lenny Bruce, cómico; y los maoístas franceses, Jacques-Alain Miller, Olivier Rolin, Michel Tort, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Germaine Greer, Régis Debray, Bernard Henry-Lévi, André Glucksmann, reciclados unos al psicoanálisis, otros a la lingüística, la literatura, la mediología, la filosofía, los medios o la política verde (como Daniel Cohn-Bendit, el legendario portavoz del París 68); y más músicos: Jimmi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, los Who, los Stones, los Beatles, Eric Clapton, Peter Green, etcétera, etcétera.
UNA MUERTE POCO DIGNA
La contracultura pecó de optimismo o soberbia, y jamás reconoció sus pilares históricos, se pensó a sí misma como autofundada (el crítico musical Greil Marcus escribió un libro extraordinario, Rastros de carmín, donde persigue, sobre este movimiento, la influencia del dadaísmo, el situacionismo y hasta la tradición esotérica); así, tampoco reconoció las fuerzas materiales que podían hacerla socialmente efectiva, aunque su emergencia, como un síntoma, puso de manifiesto la abundancia de recursos simbólicos, excedentes del bienestar que amortiguaban las necesidades básicas, pero que también desplegaban formas inéditas del deseo, intratables en las negociaciones por la integración social.
Paradójicamente, la contracultura anunció la posibilidad de un nuevo mundo, mientras volvía sobre los caminos para reintegrarse al viejo; la desesperación de los automarginados abrió espacios, y su positividad reformuló la actividad crítica por la anticipación utópica; la contracultura operó como vanguardia de recuperación, en casi todos sus frentes: sirvió al poder (y a la cultura) con la investigación experimental imprescindible para neutralizar la deserción. Se trató, al parecer, de un intento cooptado por la alianza entre la libertad y el mercado: al punto de ahogar al deseo por la saturación de la oferta.
Sin embargo, todo lo que se diga contra la contracultura perderá si los ataques llegan desde las filas del academicismo neopositivista, que encuentra frívolo ser cool o pensar el arte de la fuga. El conjunto podría leerse como una serie de mutaciones al interior de la izquierda: de la izquierda a la contracultura; de la contracultura a la nueva izquierda, donde lo personal también era político; y de la nueva izquierda a los estilos de vida que no sólo no confabulan sino que lamentablemente han terminado por reforzar las cadenas del poder; el resto es literatura, es decir, nombres propios que hoy día se hermanan en sus producciones y sus críticas, por la blandura y el esteticismo. Acaso el último héroe, acaso quien haya acabado de enterrar a la contracultura con su propio entierro, fuera el legendario Hunter S. Thompson, que se pegó un tiro hace un par de meses, desesperado por no poder caminar, ni siquiera poderse tomar una raya de cocaína sin ponerse a temblar. Acaso sea una muerte poco digna. Acaso eso haya sido la contracultura finalmente.
Fuente: Revista Virtual Revisteína