lunes, octubre 30, 2006

El enganche del caracol (Final #12 & 35)
Soñé que estaba en la casa de Lucía, hace cinco años. Estábamos sentados, viendo una película. Estaba lejos de ella, y Lucía tenía la cabeza apoyada en un cojín. Sin hacer ningún gesto, yo decido ponerme de pie y sentarme junto a ella. No nos besamos, pero nos acomodamos y nos abrazamos. En el sueño no pasaba nada más. No tengo ningún recuerdo de qué trataba la película.
Me despierto agitado a las cuatro de la mañana. Estoy bañado en sudor y desnudo. Junto a mí está el empaque del helado de chocolate que me comí antes de dormir para pasar la borrachera. El helado me ha caído mal, y mientras estoy echado en la cama me duele mucho el estómago y emite sonidos molestos. No quiero pensar más en Lucía pero la imagen del sueño no me deja dormir.
Me pongo de pie y camino por el departamento. Tengo la ventana abierta y desde ahí veo las calles sucias y los automóviles que pasan de cuando en cuando. Me tomo un vaso de agua de caño y boto el envase de helado a la basura. Me vuelto a acostar desnudo en la cama y sueño en que Adriana es lesbiana de verdad y John y yo vamos con ella a México, donde asesinamos a golpes al rey de México, a quien le ganamos una guerra jugando pataditas en la selva (¿hay selva en México?) y el caso es que yo no recuerdo cómo lo asesinamos ni en qué momento, pero tenemos que huir.
Adriana y John cuentan muy sueltos de huesos cómo asesinamos al rey de México, después de que yo le ganara jugando pataditas en la selva. Lo matamos en una cabaña, golpeándolo en la cabeza varias veces con un coco. Y cuando les pregunto que por qué matamos al rey de México, Adriana y John me dicen por favor, que ya estamos 2010, que cómo era posible que todavía existiera un rey de México.
Luego vamos a otro país, en mi sueño, y tenemos que lidiar con un chino actor de cine que pretende algo así como vengar la muerte de aquel rey de México, y es cuando yo les pregunto, somnoliento, a Adriana y a John, si de verdad hemos matado al rey de México, porque yo no lo recuerdo, y ellos me dicen que sí, por Dios, que yo lo sostuve por detrás mientras ellos lo golpeaban en la cabeza con un coco. Y mientras estoy dormido, en mi sueño, yo me puedo recostar en Adriana, que es lesbiana, mientras vamos en una especie de moto al hotel donde nos hospedamos. Y cuando me despierto a mitad del camino, alguien nos está llevando en moto, y yo estoy recostado junto a Adriana, y me sobresalto.
Al instante siguiente es medianoche y estamos en el hotel donde nos hospedamos, no sé bien por qué, y hay un caracol gigante que ha entrado a la habitación y nos amenaza con un par de antenas enormes. Es cuando Adriana me dice que, bueno, éste caracol nos va a matar. Y es el momento en el que estoy más lúcido en mi sueño, y recuerdo a Lucía, a su caracol, y el sueño que tuve con ella, antes de que este caracol gigante se pose encima de nosotros y nos trague.
Fin.

domingo, octubre 22, 2006


41.
- ¿De qué trataba Crímenes perfectos?
Estaban sentados en las escaleras. Algunos amigos de Patricia bebían lo que sobraba de licor. Luis pensó en la pregunta Rafaela. No sabía si se lo estaba preguntado a él en realidad, porque más bien fue como una pregunta al aire. No supo cómo responderle entonces. En otras circunstancias le habría dicho que se trataba de un triángulo amoroso, en donde la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, pero pensó que tal vez eso no era a lo que ella se refería. Quiso decirle entonces que se trataba del crecimiento, que en su libro los personajes nada más estaban creciendo, pero como parte de ése crecimiento tenían que deshacerse de aquellos quienes les impedían crecer.
- Suena como si los estuvieras justificando -dijo Rafaela.
- Pero por eso no lo hicimos nosotros -aclaró Luis.
- ¿No?
Luis negó con la cabeza.
- ¿Entonces por qué lo hicimos?
- Por cuestiones prácticas, por venganza, pero no por crecimiento, eso sería absurdo -replicó Luis-. Nadie mata porque está creciendo…
La mirada de Rafaela lo hipnotizó. Ella tenía los ojos fijos en un lugar que estaba fuera de su alcance visual. Luis entró en una especie de transe. Pensó en las posibles formas en las que podía haber acabado su libro. En un principio había pensado en que la estudiante lesbiana y fea debía matar a todos por el simple hecho de ser una estudiante lesbiana y fea, pero mientras fue avanzando la historia se dio cuenta de que aquel motivo no era suficiente. Se necesita más que ser lesbiana y fea para matar a alguien. Entonces se dio cuenta.
Cualquiera puede matar a cualquiera. La mayoría de gente que anda por ahí merece morir de manera espantosa. Todos pudieron haber matado a cualquiera en su pequeño libro. Era sólo cuestión de enfoque. Así que en el primer cuento tenemos a la estudiante lesbiana y fea, planeando durante incansables noches en vela un asesinato múltiple que acabará con todos aquellos que no la dejan crecer. En el siguiente cuento, la chica que en un principio provoca a la estudiante lesbiana y fea mata a su enamorado ahogándolo con una almohada mientras hacen el amor. En el siguiente, el chico mata a una tercera chica (fea, pero no lesbiana) con su indiferencia, hasta que ella decide cortarse las venas. En el cuarto cuento, la estudiante lesbiana y fea lleva a cabo su venganza, todos mueren de distintas y dolorosas maneras durante una fiesta. En el siguiente cuento sucede lo mismo, sólo que la estudiante lesbiana y fea no asesina a nadie. En el siguiente cuento la chica que se corta las venas es la que mata al chico. En el siguiente cuento el que asesina es el chico, luego de violar a las tres chicas, incluyendo a la lesbiana.
- ¿Entonces por qué lo hicimos?
- Porque podíamos… -respondió Luis.
- Eso no tiene sentido -dijo Rafaela, antes de ponerse a llorar.
- Tal vez no tenga sentido.

42.
Los labios de Almendra eran dulces para él. Estaban estacionados frente al edificio donde la iba a dejar, en Miraflores. A él le pareció extraño, porque recordaba que Álvaro había dicho que Almendra vivía en San Miguel. Ella se excusó diciendo que ahí vivían sus padres.
Había sido una noche larga, él había comprado una botella de agua mineral para los dos. Ella seguía con la cara hinchada debido a los golpes. A pesar de todo, en el camino, Almendra había adquirido un buen semblante. Hablar con él había sido gratificante. Se lo dijo juntando ambas piernas y estirando el brazo que tenía bien. Después de un rato se besaron.
Los labios de Almendra eran de caramelo. Después de un rato de estar besándose, ella le dijo para pasar la noche juntos, le explicó que sería vergonzoso despertar a sus papás y hacerles pasar una mala noche. Dijo que eso la deprimiría en lo más hondo. Michael Thorndike sonrió levantando los hombros y dijo:
- Vamos a mi departamento, no hay problema.
En el camino Michael Thorndike le contó que siempre había pensado que Álvaro la maltrataba psicológicamente, y esa noche había comprobado que el maltrato era también físico. Eso él no lo iba a permitir, claro que no. Almendra lo miró fijamente.
- ¿Y qué piensas hacer? -Le preguntó.
Michael separó las cejas. Miró la hora en el reloj del carro. Maldijo entre dientes. Trató de pensar en una buena excusa. Almendra le dio un beso cerca de los labios y se lo agradeció por adelantado. Luego se recostó sobre sus piernas, mientras él conducía, y jugó a que le acariciaba el pene con las mejillas.
- ¿Vas a ir a decírselo? -Le preguntó Almendra- ¿Qué le dirías?
- No lo sé, le gritaría… -improvisó Michael.
Almendra se reincorporó y lo miró a los ojos. Michael estacionó el carro. Trató de buscar una mejor respuesta. No se le ocurrió ninguna. Luego vio el moretón que tenía Almendra en la cara y le dijo:
- Lo golpearía en la cara.
Almendra sonrió, aplaudió con una sola mano. Se besaron. Michael tuvo cuidado al besar sus heridas. Ella suspiraba con cada beso. Michael adoró sus labios. Eran rojos como imaginó que sería su ropa interior. De inmediato quiso tener sexo con ella. Se dio cuenta que había sido una fantasía secreta que albergaba desde hacía tiempo.
- Quiero que lo golpees -dijo Almendra entre suspiros y pequeños quejidos.
- Lo golpearé -dijo Michael, besándole el cuello- hasta hacerlo sangrar, aunque sea un poco.
- Que sangre -dijo Almendra con los ojos cerrados.
- ¿Mientras más sangre mejor? -preguntó él.
- Ay… -dijo Almendra, en susurros, mientras Michael introducía sus dedos dentro del calzón rojo de ella. Una ola de placer se apoderó de los dos.

43.
Nelson Aguirre estaba viendo televisión cuando se enteró. Era como si las pulgas lo siguieran. Se rascó la cabeza. Puso el noticiero por canal siete y ahí estaban otra vez. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla en Madrid. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla comprando bisutería. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla habían engañado a todo el mundo.
El motivo de los asesinatos por fin tenía un móvil: el dinero de la empresa textil, el juicio que enfrentaba la empresa por discriminación sexual, que derivaba en una negligencia que había provocado la violación de la tal Rita Huarcayo. Si escribiera un libro sobre los asesinatos, pensó Nelson Aguirre, tendría que comenzar con la violación a Rita. Revisó sus apuntes. Rita Huarcayo, de 38 años, había sido violada en su trabajo a principios del mes de febrero. Durante la vejación además fue golpeada y víctima de contranatura.
Nelson Aguirre imaginó la escena. En la fábrica es un día soleado de febrero y todos los trabajadores están tensos. Llega Rita Huancayo, quien además no es en lo absoluto atractiva. Entre los empleados de la fábrica corre el rumor de que está embarazada. La tensión entre los trabajadores de la fábrica se incrementa a la hora del almuerzo. Rita Huarcayo es la única empleada mujer que trabaja en la fábrica. Cuando ella se dirige a los lavados es cuando sucede. Sin ningún motivo aparente todos entran al baño y la acorralan. Ella intenta pedir auxilio pero los supervisores de la planta han salido a almorzar temprano esa tarde.
Es cuando Luis Sosa aparece en la historia. Trabajaba en la planta como supervisor suplente en control de calidad y según los informes ésa tarde él se quedó a almorzar también en la fábrica. Si bien es posible que no se haya enterado o que no haya marcado su hora de salida, también es probable que haya caminado entre los trabajadores de la fábrica (su trabajo no era muy distinto al de ellos, apenas ganaba un poco más) y se haya bajado los pantalones ante el trasero de Rita y haya participado también de la violación. En ése momento, el cerebro de Nelson Aguirre volaba deliberadamente y sin restricciones.
Es posible incluso, dedujo Nelson Aguirre, que haya sido el mismo Luis Sosa quien avisó a los trabajadores de que no había nadie en la planta. No era difícil de imaginar entonces, cuando todo parecía incriminarlo. Más allá de que Luis Sosa fuera culpable o no, Nelson Aguirre podía verlo planeándolo todo.
Luis Sosa y Rafaela Bobadilla en el metro de Madrid. Luis Sosa y Rafaela Bobadilla de paseo por el mar de Barcelona. Se les ve feliz y de la mano. Ambos se besan. Las fotos las había sacado un fotógrafo contratado por Marcela Bobadilla. En poco tiempo la sangre llegó al río.

44.
Los días siguientes se dedicó a investigarlo. Habló con periodistas que también seguían el caso. Se reunió con algunos de ellos y compartieron datos. Nelson Aguirre fanfarroneaba de haber sido el primer periodista en la escena del crimen. Los demás soltaban información rápido. Luis Sosa había escrito un libro. Luis Sosa había sido enamorado de Patricia. Luis Sosa era sin duda un hijo de puta desgraciado capaz de engañar a cualquiera. Un periodista joven de unos veintidós años, con una barba horrible en el rostro, lo comparó con Tom Ripley.
Puras exageraciones, pensó Nelson Aguirre entonces. Comparó datos, falseó informaciones y filtró otras. Jugó al teléfono malogrado. Consiguió el número de uno de los testigos principales. Al comienzo fue imposible ubicarlo. En la agencia donde había trabajado Álvaro Sosa se mostraban reacios a hablar con la prensa.
Sólo pudo hablar con él una vez que se supo la noticia de que Rafaela y Luis iban a ser trasladados a Lima desde Madrid. Se encontraron en el Haití, en Miraflores. Michael Thorndike vestía un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Usaba anteojos de sol a pesar de que ya había llegado el invierno. La neblina había descendido a la ciudad y el frío obligaba a un trasnochado Nelson Aguirre a usar chalina, mitones y casaca de cuero. Michael Thorndike lo saludó con un ligero movimiento de cabeza.
- ¿Nelson Aguirre? -Preguntó.
Nelson Aguirre sonrió y asintió. De inmediato se le acercó un mozo. Aguirre vio que Michael Thorndike sólo había pedido una gaseosa blanca y se animó a pedir un café. La hora del almuerzo había pasado e intuía que iba a ser una conversación larga. Sin perder más el tiempo, el supuesto testigo empezó a hablar. Le pidió expresamente a Aguirre que no usara la grabadora que de seguro tenía guardada en el maletín marrón que llevaba consigo. Aguirre asintió.
- En cuanto lleguen Sosa y Bobadilla de España -dijo Thorndike-, me van a llamar como testigo en el caso. Soy el único que puede declarar contra ellos…
Thornike insistió en que la entrevista fuera “off the record”. Como abogado sabía que si declaraba ante los periodistas antes de tiempo, su declaración podría verse tergiversada en los medios y eso era algo que nadie quería. Aguirre tomó nota mentalmente. Thorndike confesó que el único motivo por el que aceptaba aquella entrevista era porque, en los múltiples mensajes que Aguirre le había dejado en la oficina, el periodista especificaba que quería la entrevista no para usarla en los medios sino para escribir una investigación larga y detallada de lo sucedido. Thorndike estaba seguro de que su testimonio en el juicio era crucial y no quería -hasta asistir al juzgado- dar una versión oficial a los medios.
¿Qué era lo que Thorndike sabía?, se preguntó entonces Aguirre. El mozo llegó con el café del periodista y lo colocó cuidadosamente en la mesa. Michael Thornidike le dio un buen sorbo a su vaso de gaseosa blanca. Ambos se miraron un rato sin decir nada, antes de que Thorndike se dispusiera a hablar.
- Supongo que ya sabes más o menos lo que pasó… -dijo.
- Fui el primero en llegar a la escena del crimen -apuntó Aguirre.
- Supongo que se refiere a que fue el primer periodista.
Aguirre asintió. Thonrdike le dio otro sorbo a su vaso de gaseosa. Junto a ellos pasó una chica rubia que llamó la atención de los dos. Llevaba un polo blanco y un pantalón buzo apretado. El testigo volvió a hablar, pero esta vez en susurros:
- Volví a la casa de los Bobadilla cerca de las tres y media de la mañana. Cuando le pregunté si sabía más o menos lo que pasó, me refería al asunto entre Álvaro… -Thorndike tuvo que detenerse un segundo, antes de seguir hablando.- Entre Álvaro y su secretaria. Bueno, Álvaro había golpeado a Almendra esa noche. No lo culpo ahora, tal vez porque murió de una manera tan espantosa, o porque siempre justifiqué que en determinadas circunstancias un hombre golpeara una mujer. El caso es que esa noche estacioné mi carro a un par de cuadras de la casa de los Bobadilla…
Nelson Aguirre le pidió que se detuviera un momento. Revisó sus apuntes y tomó nota. Le preguntó si era cierto que Almendra había cogido el buqué, y que luego se lo había tirado por la cara a Álvaro frente a su esposa. Thorndike dijo que sí. Aguirre tomó nota. De inmediato le preguntó con qué intenciones había vuelto de la casa de los Bobadilla y si Almendra seguía en el carro con él.
- Sí, ella se quedó en el carro. Todavía seguía dopada, yo estacioné el carro a unas cuadras del Golf de San Isidro y bajé con la excusa de que había olvidado algo en la recepción de la boda. Me sorprendió ver policías y paramédicos. Entonces supe que algo había pasado y pensé que lo mejor era largarme. Cuando llegué a la puerta no fue difícil entrar. La mayoría de gente se había ido pero algunos amigos de la novia estaban acompañándola y… -Michael Thorndike entornó los ojos- seguían tomando. Incluso habían prendido la radio. Abordé a Álvaro con la intención de intimidarlo pero en lugar de eso le pregunté qué había pasado. “Nada” me dijo, “encontraron a la dama de honor muerta en el baño…”. Todos se mostraban especialmente fríos con el tema de la chica muerta en el baño. Era como si no importara o como si nadie la hubiera conocido. Era casi como si hubieran contratado a una empleada como dama de honor y luego ella, sin ningún motivo aparente, se hubiera cortado las venas en el baño. No tenía ningún sentido.
Nelson Aguirre le preguntó qué pasó después de que encontraran el cadáver de Paola Ramallo. Thorndike levantó los hombros. Jamás escuchó que alguien encontrara el cadáver de Paola Ramallo hasta la mañana siguiente.
- ¿Quiere decir que Luis Sosa no le avisó a Javier Ramallo que el cadáver de su hija estaba en la azotea?
Michael Thorndike negó con la cabeza.
- Puede que se lo haya dicho, yo no tenía por qué haberlo sabido. Yo estaba en un extremo de la sala discutiendo con Álvaro. Le recriminaba haber golpeado a Almendra. Lo hacíamos en voz baja, claro. No queríamos hacer de todo eso un espectáculo. Incluso, Álvaro me contó que Marcela hizo bajar el cadáver de la dama de honor por la escalera de servicio…
- ¿Qué hizo después de discutir con Álvaro?
- Fui al jardín y me dediqué a fumar un cigarrillo. Cuando intenté salir a la calle un policía en la puerta me negó el paso. Dijo que nadie podía salir o entrar a la casa. Yo le expliqué lo grave de la situación. Tenía una chica sedada en mi carro, además, yo había entrado después de que todo eso pasara. ¿Por qué me dejaron entrar entonces? El policía no entendía razones y obligó que me quedara.
- ¿Qué hizo entonces?
- No quería entrar y ver a Álvaro así que me quedé dando vueltas por el jardín fumando cigarro tras cigarro. Durante todo ése tiempo me imaginaba a Almendra preocupada o sufriendo terriblemente. Álvaro le había dejado un brazo roto y golpes en la cara. Fue realmente salvaje. Así que yo estaba preocupado y daba vueltas alrededor de la casa. Estuve ahí cuando sacaron el cadáver de Adela, creo que así se llamaba, la dama de honor. Y también me pareció ver que algo se movía en la oscuridad, una especie de sombra, como si no estuviera sólo. Fue entonces cuando me di cuenta que tenía que salir de ahí…
Michael Thorndike hizo una pausa para darle un sorbo a su vaso de gaseosa y mirar a la gente pasar por el Haití. Miró la hora en un reloj plateado en su muñeca izquierda y se propuso seguir con su monólogo. Nelson Aguirre tomaba nota y escuchaba todo lo que él decía.
- Intenté trepar uno de los muros, comprenderás que inútil…
- ¿Intentó trepar uno de los muros?
Thorndike se lo pensó un rato.
- En realidad creo que sólo lo pensé -rió para sí mismo-, el caso es que no lo hice. Me quedé ahí, un buen rato, esperando que todo pasara, y en un minuto que fue como un fogonazo (digo esto porque estaba sentado, en una de las mesas, a punto de quedarme dormido) cuando me di cuenta de que no había nadie cuidando la puerta y estaba a punto de amanecer. Se veía una leve claridad que lo invadía todo y que se había apoderado de la atmósfera. Era como si una especie de neblina luminosa lo invadiera todo. Entonces salí de la casa y la calle estaba desierta. Por un minuto pensé estar viviendo un sueño. Los postes de luz seguían encendidos. No parecía escucharse un solo sonido a kilómetros de distancia, excepto el motor de algún ocasional carro a lo lejos. Debo confesar que me costó trabajo pararme y caminar por la calle. Cuando llegué al carro me di con que Almendra ya no estaba. Se había ido. Entonces pensé que a lo mejor había entrado a la casa, pero que yo había estado dormido y me culpé por ello. Hasta ahora me culpo por ello. Cuando volví a entrar a la casa fue cuando pasó. No me había dado cuenta pero la radio seguía prendida. Serían unas cinco o seis personas, tal vez ocho amigos de Patricia, creo que de la universidad. Casi entro y les pregunto si habían visto a Almendra, pero en lugar de eso me quedé ahí parado, inmóvil, como si un presentimiento o dejá vu, o como sea que se llame (llámalo Dios si quieres, o destino) hizo que me quedara inmóvil y no continuara mi camino. En realidad, me cuestioné cómo preguntarles si habían visto a Almendra, cómo describirla… Entonces bajó Sokolich, con una pistola en la mano. Todos se voltearon a mirarlo. Llevaba un polo morado, viejo, con unas letras blancas que decían “THE OLD SCHOOL” o algo por el estilo. Disparó, primero al aire, luego a Bobadilla, el papá de Patricia, que había estado en otra habitación pero que llegó ahí al escuchar el primer disparo. Es mentira que haya disparado contra todos los chicos que estaban ahí en la sala. Sokolich esperó ver bien a Bobadilla antes de dispararle. Una vez que lo hizo, todos quedaron inmóviles. Era como si esa bala hubiera roto el hilo conductor de las cosas o fuera una especie de… chicharra paralizadora, que paraliza la realidad, o la rompe. Todos menos Javier Ramallo, él tenía un semblante amargo en el rostro y cuando vio a Jorge Sokolich lo primero que hizo fue sacar su pistola y dispararle. Jorge Sokolich salió corriendo por la puerta y no quedaba ahí un solo policía quien lo pudiera detener (resulta intrigante esto de la ausencia de policías) entonces se escucharon más disparos, pero esta vez en la calle…
- Según la versión oficial sí habían policías…
- Tal vez había uno o dos, pero el que finalmente le dio fue Javier Ramallo, él lo mató…
- Pero sí habían policías.
- Yo no vi policías hasta que todo pasó.
- ¿Qué hizo después?
- Esto es lo más interesante. Cuando Sokolich mata a Bobadilla y escapa, toda la atención se centra en él, en su persecución y posterior muerte. Piense un rato. Lo que hizo Sokolich fue suicida. Bajó las escaleras, después de haber hecho un baño de sangre (para bien o para mal, fue un baño de sangre algo pulcro, premeditado o no, fueron crímenes casi exitosos) para matar a una sola persona y luego escapar corriendo por las calles de San Isidro, con una pistola en la mano. Jorge Sokolich pudo estar loco, pero no era idiota. Sabía que iba a morir…
- ¿Cuál es su teoría?
- Es que no me ha dejado terminar. Yo estaba medio dormido, en un estado en el que sólo puede estar una persona como yo minutos antes del amanecer, absolutamente sedado, drogui, como quieras llamarlo. Es cuando veo a Sokolich con una pistola en la mano, un polo viejo y desteñido y una sonrisa de loco en la cara. Lo primero que atiné a hacer fue esconderme debajo de una de las mesas que había en el jardín. Lo alcancé a ver corriendo hacia la puerta, detrás iban Ramallo y otro tipo uniformado que, está bien, pudo ser un policía. Yo caminé lentamente hacia la puerta y salí de la casa a mirar la persecución. Después escuche más disparos, venían del interior de la casa. Yo estaba parado a unos metros de la puerta. Casi me vuelvo loco.
- ¿Más disparos? ¿Dentro de la casa?
- Así es. Y es que no fue ni uno ni dos. Fueron varios disparos. Me sentí terrible, era como estar en el infierno. Supe que la siguiente persona en morir iba a ser yo, así que me fui lo más rápido que pude, sin dar parte a la policía. Lo único que quería era descansar un rato y no pensar nunca más en nada. Por alguna razón cuando llegue al carro estaba llorando. Lloraba descontroladamente y ni siquiera pude serenarme y conducir. Aparté mi rostro de la casa de los Bobadilla y no quise ver más…

viernes, octubre 20, 2006

La edad de la inocencia
(Del Flower Power al suicidio punk de Kurt Cobain o al de Hunter)

Pablo E. Chacón

A primera hora de la mañana del 8 de abril de 1994, llegó un electricista para instalar un nuevo sistema de seguridad en un chalet con vistas al lago Washington, al norte de la ciudad estadounidense de Seattle. En el invernadero se encontró con el cadáver de Kurt Cobain, caído sobre un enorme charco de sangre. El líder de Nirvana había tomado una sobredosis de heroína y, por si las moscas, se había volado la parte izquierda de la cabeza con una Remington calibre 20.

La noticia no extrañó a casi nadie. Al fin y al cabo, se trataba del hombre que había compuesto Me odio a mí mismo y Quiero morirme. Sus anteriores intentos de suicidio habían sido públicos. La nota junto a su cuerpo no dejaba lugar a dudas: «Es mejor quemarse que irse apagando lentamente», un párrafo de una canción del canadiense Neil Young. Sin embargo, su muerte produjo un pequeño revuelo comercial, fundado éste en una supuesta conspiración.

Pese a lo atractivo de la hipótesis de un poder en la sombra, estaba claro que a Kurt Cobain lo había matado Kurt Cobain. Simplemente, el compositor era una nueva víctima de la contracultura. Y hasta eso es relativo. Él se consideraba un músico punk, un rockero dedicado a hacer música alternativa, y había vendido millones de discos. ¿Eso es un mérito? La historia lo juzgará, pero sin duda su protagonismo fue una de las causas por la cual el rock empezó a conocerse como grunge, una etiqueta más comercial que rock o punk.

En vez de estar orgulloso, Cobain vivía avergonzado. Su mala fe, según decía, era producto de «haberse vendido a las multinacionales». La salida de Nevermind, el clásico de su grupo, Nirvana, superó en ventas hasta al mismísimo Michael Jackson. El siguiente álbum, In Utero, contenía música deliberadamente oscura e inaccesible (si es que ya no lo era); pero no sirvió de nada. El disco llegó al número uno en menos de una semana.

El músico de Seattle —sus testimonios al respecto son múltiples— era incapaz de reconciliar la música alternativa con el éxito masivo. Por eso, finalmente se suicidó. Con todo, hay quienes prefieren lanzar toda clase de estupideces y psicologismos al respecto. De todas las interpretaciones, la de los profesores Joseph Heath y Andrew Potter quizá sea la más maliciosa, la menos sólida (y la más interesada). Dicen que el hombre, desesperado por hacer un gesto, prefirió abandonar el mundo sin haberse «vendido al sistema», antes de perder el resto de su integridad, porque «la música punk es libertad».

En rigor, como los más regionales y argentinos Callejeros, Cobain era un autodidacta que decía haberse educado en la escuela Música Punk 101. Se sabe: parte del imaginario punk consistió en rechazar lo que habían defendido los hippies, veintipico de años antes. La generación X, cuya vertiente familiar la componen Bill Gates y sus geniecillos, en los limpísimos jardines de Silicon Valley, despreciaron siempre a los Nirvana, la heroína y los antidepresivos de diseño, que éstos consumían por toneladas. La generación X, que tuvo hasta un panfleto firmado por Bret Easton Ellis, el autor de American Psycho, descreía de los ideales pacifistas, de las comunidades transparentes y de los océanos interiores. Según ellos, eran más lúcidos (donde el tuerto es el rey de los ciegos)... En aquellos Estados Unidos de Reagan, el sida, el crack, la especulación financiera y los serial killers, decir que «los hijos de la bomba» (sobre Hiroshima y Nagasaki) no reconocían esa música falsamente suntuosa (el rock sinfónico) o las bendiciones del ácido lisérgico, y menos que menos el pacifismo, parece una posición razonable o muy razonable . Pero ¿era sólo eso?

Según los grunge, no se trataba que los hippies hubieran sido radicales, sino demasiado tibios. Se habían vendido. Eran, como decía Cobain, unos «hipócritas». Exactamente los términos que usaba, del otro lado del Atlántico, unos años antes (se trata de Inglaterra), Johny Rotten, líder de los Sex Pistols, cuando hablaba de los Rolling Stones o de los Pink Floyd (hoy rodeados de auras asistencialistas). De todos modos, para entenderlo mejor, bastaba ver la película Reencuentro, de Lawrence Kasdan: los hippies se habían reconvertido en yuppies. «Yo sólo me pondría una camiseta teñida», decía Cobain, «si estuviera manchada con la sangre de Jerry García», el ex líder de los Grateful Dead, la banda paradigmática del flower power, cuyos obligatorios quince minutos de fama habían pasado hacía años, en Woodstock, el gigantesco festival de agosto del 69, el verano del amor.

EL ANZUELO DE LA CONTRACULTURA
Es cierto que la gente respondió a la contracultura porque su contenido era en cierta medida una crítica del viejo mundo y sus valores. En el capitalismo tardío, todo arte que se diga arte debe criticar, aunque sea de forma incoherente o nihilista, la sociedad del espectáculo. Esa crítica sirve para preservar su objeto: la contracultura no puede negar la cultura, sólo sustituirla por una opuesta, un nuevo contenido para la eterna forma-mercancía.

A principios de los 80, el rock era una mala imitación de sí mismo; se había convertido en un espectáculo: como todas las dimensiones de la existencia, diría más tarde el situacionista francés Guy Debord; y la venerable Rolling Stone se había convertido en un folleto financiado por las grandes cadenas de discos.

Se podrá imaginar la mezcla de vanidad y vergüenza que atravesó la cabeza de Kurt Cobain cuando le ofrecieron salir en la tapa de RS: aceptó, por supuesto, en honor a la historia, luciendo una remera con una inscripción que decía Las revistas de música convencional no sirvan para nada; ergo, «podemos disfrazarnos para infiltrarnos en la mecánica del sistema y fomentar su podredumbre desde dentro, sabotear el imperio fingiendo jugar su juego, comprometernos sólo lo suficiente para denunciar sus mentiras. Y así los imbéciles, peludos y sudorosos macho-sexistas pronto se ahogarán en un pozo de semen y cuchillas de afeitar, indefensos ante la rebeldía de sus hijos, la cruzada armada y desprogramada que avanza manchando los suelos de Wall Street de escombros revolucionarios». El párrafo no merece mayores comentarios.

De todas las ideas que Cobain y el punk y La generación X rechazaron, hubo una sola que se tragaron con anzuelo y todo: la de la contracultura misma.
BOB: DYLAN ES DYLAN
La revolución de la industria del disco de los años 50 y 60 fue, justamente, el triunfo de esa industria sobre el segmento rebelde de la cadena de valor. Los festivales de rock no fueron sino celebraciones de asalto sobre el consumo cultural juvenil, que trataba desesperadamente, durante la década de los Kennedy y la guerra de Argelia, de parecer una revuelta. Bob Dylan, en su momento, fraguó un accidente de moto, mucho menos grave de lo promocionado, para escapar de ese público anestesiado que lo adoraba como un líder. Entretanto, Luther King y a Malcolm X habían sido asesinados y las Harley Davidson de Dennis Hopper y Peter Fonda cruzaban de oeste a este el gran país del Norte, haciendo de víctimas de esa chusma que no entendía nada del amor libre, esos operarios a sueldo de Jimmy Hoffa (un camionero sindicalista, ídolo de nuestro argentino Hugo Moyano).

Es redundante decirlo: esa chusma, todavía a sueldo de los herederos de Hoffa, alimentada por la savia cristiana del evangelismo protestante, el aliento del club del rifle y el petróleo texano, vive, goza de excelente salud y gana elecciones por varios cuerpos.

También hay que decir que Hopper y Fonda no arruinaron a nadie más que a sí mismos (y hasta eso es discutible): llegaron a Perú a filmar, y en lugar de filmar se dedicaron a las orgías y a las drogas duras. Pero no es gente que da consejos. ¿Se imaginan a Hopper aconsejando a Robert Downing jr? Dylan a veces espanta, es cierto, toca para el Papa, pero Dylan es Dylan, y aunque esto no quiera decir nada, bueno, ese día habría tomado mucha falopa o hizo lo que tuvo ganas.

UN PARAÍSO COMO CUALQUIER OTRO
Hay leyendas que no mueren nunca. La contracultura arrastra ese matiz romántico de la filosofía del gueto y la banda callejera. Los raperos de éxito tienen que mantener su credo, tienen que ser auténticos: auténticamente idiotas, como los hippies; suelen ir armados (los raperos), procurando algún incidente como para terminar, pobres víctimas, en la cárcel y demostrar que lo de ellos va en serio. Así que además de los muchos punks y hippies muertos, ahora hay un panteón de raperos muertos.

La idea de la contracultura, la ideología de la contracultura, está tan incrustada en el mundo social que influye poderosamente sobre la industria que la reproduce, sin dejar de afectar a la política y a la cultura. Además, se ha convertido, entre algunos, en uno de los modelos posibles de la política de izquierda contemporánea. De hecho, ha sustituido casi por completo al socialismo. Por cierto, Tony Blair no desentonaría en una propaganda que venda las bondades de una crema de afeitar con fondo musical de Eminem. Pero la verdad es que hay dos ideas que parecen encontradas y que es una misma: la primera, que los artistas deben enfrentarse a la sociedad convencional; la segunda, que efectivamente lo hacen.

Así como los sociólogos que asesoraban a las entidades oficiales creyeron que las revueltas del gueto, durante los sesenta, en Los Angeles, eran una respuesta de los negros hacia las condiciones existentes («no hay nada mejor que un sociólogo marxista para entender una empresa», decía por entonces un Henry Kissinger asesor de empresas), también se creyó que la alienación era una simple cuestión de percepción; se pensó (y se teorizó, con Herbert Marcuse a la cabeza) que las trabas de la vida social eran las ideas y actitudes dominantes, y que era la conciencia (abstraída de la práctica social) lo que había que transformar. Se reinterpretó la crisis, para mejor aceptarla. Así, toda negatividad era un problema mental que se resolvía transformando las malas vibraciones en buenas vibraciones; el sufrimiento, un mal karma, porque las malas experiencias imposibilitan el fluir con las cosas.

En Hight-Ashbury, los resortes del poder funcionaron como con aceite, como deben funcionar: resultó, en la prehistoria de la edad de los medios audiovisuales, la primera psicologización masiva (y exitosa) de un conflicto social; las consecuencias están a la vista: se sentó un precedente, una ecuación que podría leerse: las condiciones existentes desaparecerán tan pronto como todos estén convencidos que no existen. La representación de la santidad laica new age era la causa, no la consecuencia, aunque apareciera como tal: aceptar el destino, ser santo, no perder la calma, respirar hondo, pausado, relajarse, si hay suerte, y gozar. Son las complicidades de mínima que necesita la policía para prosperar.

Éstas fueron las vigas maestras —purgadas de todas las críticas políticas, económicas e ideológicas— que sostuvieron el armazón material de la contracultura, en su versión anglosajona: una vuelta a las raíces, a la tierra, las comunas; la abolición de las jerarquías y de la propiedad privada, la libertad sexual, el vegetarianismo y las drogas como vías del conocimiento interior.

El escenario contemporáneo, que con pericia literaria y alto cinismo, describe el francés Michel Houellebecq en su Ampliación del campo de batalla y particularmente en Plataforma, es el de que aquellos hijos privilegiados del baby boom y del estado de bienestar (que funcionó como tal hasta la crisis del petróleo, en 1973) se habían inventado un Leviatán de que ahora éramos todos esclavos: la vuelta a la tierra acabó con la simpatía de los campesinos; la abolición de las jerarquías y de la propiedad privada aceleró la instalación de dictaduras o democracias tuteladas, que desregularon y abrieron los mercados y privatizaron la mayor parte de los servicios (y de paso trabaron o volvieron muy dificultoso el paso entre aduanas, además de flexibilizar el intercambio de las comunicaciones); la libertad sexual provocó un inesperado retorno de lo reprimido: el reinado del matrimonio, la reacción cristiano-evangélica y la pornomercancía son palancas ineludibles del actual paraíso; el vegetarianismo aceleró la industrialización de las tierras vírgenes y las competencias por las patentes, el avance de las industrias genéticas y la destrucción del medio ambiente; y finalmente las drogas, que pasaron a formar parte del mercado del ocio obligatorio o simples sucedáneos de las culturas new age.

EFECTOS SECUNDARIOS DE UNA CONTRACULTURA LISÉRGICA
En 1969, el norteamericano Theodore Roszak publicó El nacimiento de una contracultura, el programa que durante largos años sostendrá cierta convergencia entre las vertientes anglosajona y europeísta de la cuestión. Se trataba de una filosofía antitecnológica que había sentado a la ciencia en el banquillo de los acusados, responsable del carácter inhumano y del potencial destructivo de las sociedades modernas (similar argumento repetirían, años más tarde, nuestros Ernesto Sabato y Eduardo Duhalde). Pero la realidad indica que nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura y el capitalismo. El psicoanalista Jacques Lacan, imposibilitado de dar una clase durante las revueltas de París, en el 68, les echó en cara a los estudiantes estar buscando «un nuevo amo». Pero siempre hay un pero.

La contracultura dejó, en su arrastre, de todo un poco: subrayó lo espiritual sobre lo material, el hedonismo sobre la prudencia y la tolerancia sobre el prejuicio. Se fundaron comunas en Berlín, en los Estados Unidos, en Dinamarca, en Holanda, se ensayaron nuevas prácticas sociales —educación no dirigida, hospicios ambulatorios, etcétera—. Es cierto que incluso estos loables intentos terminaron cooptados: lo espiritual, por las religiones de laboratorio; el hedonismo, por la industria turística; y la tolerancia, por el multiculturalismo, que es como decir aplanamiento de las diferencias.

Sin embargo, no se pueden ignorar los nombres propios: los beatniks, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso, Neil Cassidy, escritores; Chet Baker, Miles Davis, John Coltrane, músicos; Robert Frank, fotógrafo; Roland Topor, dibujante; Godard, de Antonioni, cineastas; Lenny Bruce, cómico; y los maoístas franceses, Jacques-Alain Miller, Olivier Rolin, Michel Tort, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Germaine Greer, Régis Debray, Bernard Henry-Lévi, André Glucksmann, reciclados unos al psicoanálisis, otros a la lingüística, la literatura, la mediología, la filosofía, los medios o la política verde (como Daniel Cohn-Bendit, el legendario portavoz del París 68); y más músicos: Jimmi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison, los Who, los Stones, los Beatles, Eric Clapton, Peter Green, etcétera, etcétera.

UNA MUERTE POCO DIGNA
La contracultura pecó de optimismo o soberbia, y jamás reconoció sus pilares históricos, se pensó a sí misma como autofundada (el crítico musical Greil Marcus escribió un libro extraordinario, Rastros de carmín, donde persigue, sobre este movimiento, la influencia del dadaísmo, el situacionismo y hasta la tradición esotérica); así, tampoco reconoció las fuerzas materiales que podían hacerla socialmente efectiva, aunque su emergencia, como un síntoma, puso de manifiesto la abundancia de recursos simbólicos, excedentes del bienestar que amortiguaban las necesidades básicas, pero que también desplegaban formas inéditas del deseo, intratables en las negociaciones por la integración social.

Paradójicamente, la contracultura anunció la posibilidad de un nuevo mundo, mientras volvía sobre los caminos para reintegrarse al viejo; la desesperación de los automarginados abrió espacios, y su positividad reformuló la actividad crítica por la anticipación utópica; la contracultura operó como vanguardia de recuperación, en casi todos sus frentes: sirvió al poder (y a la cultura) con la investigación experimental imprescindible para neutralizar la deserción. Se trató, al parecer, de un intento cooptado por la alianza entre la libertad y el mercado: al punto de ahogar al deseo por la saturación de la oferta.

Sin embargo, todo lo que se diga contra la contracultura perderá si los ataques llegan desde las filas del academicismo neopositivista, que encuentra frívolo ser cool o pensar el arte de la fuga. El conjunto podría leerse como una serie de mutaciones al interior de la izquierda: de la izquierda a la contracultura; de la contracultura a la nueva izquierda, donde lo personal también era político; y de la nueva izquierda a los estilos de vida que no sólo no confabulan sino que lamentablemente han terminado por reforzar las cadenas del poder; el resto es literatura, es decir, nombres propios que hoy día se hermanan en sus producciones y sus críticas, por la blandura y el esteticismo. Acaso el último héroe, acaso quien haya acabado de enterrar a la contracultura con su propio entierro, fuera el legendario Hunter S. Thompson, que se pegó un tiro hace un par de meses, desesperado por no poder caminar, ni siquiera poderse tomar una raya de cocaína sin ponerse a temblar. Acaso sea una muerte poco digna. Acaso eso haya sido la contracultura finalmente.

Fuente: Revista Virtual Revisteína

martes, octubre 03, 2006

31.
- ¿Qué pasó? -Preguntó Rafaela después de bailar. La banda se había interrumpido abruptamente. Álvaro atravesó la sala de un extremo a otro para luego perderse por las escaleras que subían hasta el segundo piso.
- ¿Qué crees que suceda ahora? -Preguntó Luis.
- ¿Qué va a suceder? -Dijo ella, meneando la cabeza.
- Vaya, por un momento pensé que no volvería…
Luis tenía una copa de champán en una mano. Rafaela no recordaba haberla visto antes. Pensó que Luis la habría cogido de la mesa. Una copa de champán olvidada. Luis iba y la cogía.
- Se acabó el amor -dijo Rafaela abruptamente.
- El amor es como un jugo sin preservantes, si no te lo bebes rápido, se malogra.
- Tienes razón.
- Y a veces… te lo bebes tan rápido, que no te das cuenta que ya estaba malogrado…
Rafaela rió.
La sala fue interrumpida por Lola y Coco. Empezaron a bailar. En eso Coco perdió el equilibrio y cayó al piso. Su papá lo puso de pie y le dijo algo en el oído. Coco reaccionó de mala manera.
Rafaela y Luis siguieron conversando:
- Entonces, ¿cómo hacemos?
- Podemos esperar a que se haga más tarde, a ver qué pasa…
- Veo que no has planeado nada.
- Estoy improvisando…
El papá de Coco llamó a Luis. Estaba con Bobadilla cerca de las escaleras. Luis le dijo a Rafaela que la esperara ahí mismo. Se separó de ella rozándole el vestido. Cuando regresó, Rafaela estaba sentada. Luis se le acercó sonriendo. Ambos se miraron a los ojos. El vestido de Rafaela se encogía por debajo y dejaba al descubierto parte de sus muslos. Luis volvió a sonreír. Se sentó a su lado. Le dijo:
- El amor es como un jugo sin preservantes…
Luis volvió a sonreír. Le dio un sorbo a la copa de champán. Rafaela también sonrió. La complicidad que había entre los dos brilló como si fuera oro.

32.
La voz del papá de Álvaro era gangosa y seca. Su esposa tenía que inclinarse hacia la derecha para poder escucharlo mejor. El papá de Álvaro doblaba una servilleta en dos. La bolsa de hielo que su hijo había dejado encima de la mesa se había derretido casi por completo y el charco de agua que había formado mojaba el mantel y caía.
Álvaro bajó al rato. Bobadilla y Sokolich lo miraron como si se tratara de un fantasma. Su frac y el color de su piel le daban un aspecto anacrónico. Fue directo a la mesa de sus padres. Luis y Rafaela lo miraron atravesar la sala. Estaban sentados y la media luz los ayudaba a pasar desapercibidos. Se preguntaron qué tal se vería Álvaro muerto, con un martillo clavado en la cabeza o con un cuchillo atravesando su esternón.
Patricia también bajó. Estaba igual de pálida. No llevaba su vestido de novia, sino un vestido gris parecido al de Rafaela. Su semblante era un desastre. Lo primero que hizo fue abrazar a su papá.
Álvaro habló con el suyo largo rato a solas:
- Te juro que no sé de dónde sacó ésa estúpida idea…
- En una oficina pasan muchas cosas, más de lo que cualquiera se puede imaginar… Te lo dijo yo, que he trabajado en oficinas las tres cuartas partes de mi vida… La gente parece que anda muy sola o deprimida… Especialmente en estos tiempos, donde la gente al parecer vive a través de la televisión… Ahí tenemos un comercial que nos dice cómo tenemos que vivir. Cómo nos tenemos que divertir.
Álvaro blanqueó los ojos. Detestaba escucharlo hablar y recoger ésas grandes verdades de la vida. Nada más quería un consejo que le dijera: está bien golpear a una mujer.
- Ahora los comerciales vienen y te dicen: sé delgado, sé vanidoso… Está bien tener un cuerpo hermoso, para poder luego disfrutar plenamente del… sexo y descontrol. -Álvaro asintió-. Pero no es así. La diversión es un pozo sin fondo, el sexo puede ser algo muy vacío…
Álvaro se puso de pie. Ya había tenido suficiente con eso. Miró hacia la sala y vio a Patricia conversando con Rafaela y Luis. Patricia sonreía amargamente. Rafaela, con un gesto incómodo, se puso de pie y se dirigió al baño. Álvaro se volvió a sentar, cogió el whisky que su papá no había tomado y se lo llevó a la boca.
Rafaela tocó varias veces la puerta del baño. Una voz nerviosa le dijo que estaba ocupado. Le habían dado ganas de orinar. Pensó en dejar a Patricia y Luis a solas. Su cara había adquirido de pronto una expresión triste. Subió las escaleras corriendo, saltando de dos en dos los escalones, para llegar a la segunda planta, donde las puertas estaban cerradas. Por alguna extraña razón le pareció oler a marihuana, pero dedujo que era el olor que tenía impregnado en la ropa.
Se le ocurrió, antes de ir al baño, pasar por su cuarto y cambiarse de zapatos. Aquellos de tacón alto le incomodaban, y viendo que Patricia se había quitado su vestido de novia, no le pareció nada malo ponerse otros más cómodos. Eligió en su cuarto unos zapatos chinos negros que eran algo decentes. Se cambió con la luz apagada y con la ventana que daba a la parte trasera de la casa abierta.
Una vez en el pasillo pensó en bajar. No quería que Patricia le quitara a Luis. Ya se lo había quitado muchos años atrás, cuando era niña. Luis significaba desde entonces para Rafaela aquello que nunca había podido tener. Era el modelo que había acuñado en su inconsciente. Aquella noche, a pesar de los años transcurridos, Luis le había demostrado que seguía siendo aquel quien solía ser.
Abrió la puerta del baño. Prendió la luz. Entró mirando sus zapatos chinos negros. A pesar de que no lo tenía planeado, se miró en el espejo. Se logró a ver a sí misma a través de un chorro de ketchup que alguien había arrojado contra las paredes. El espejo estaba roto en una esquina y las cosas que solía haber sobre el lavatorio estaban ahora esparcidas por el piso. Había pintura roja diluida junto al escusado. Adela descansaba en la bañera con los ojos abiertos y con un aspecto siniestro en la piel. Sin lograr reaccionar de una manera adecuada, Rafaela se dejó caer soltando un agudo grito de terror.

33.
Lola amortiguó el grito de Rafaela riéndose a carcajadas. Las cosas empezaron a verse borrosas para ella. Se había escabullido con Coco hasta el techo, por unas escaleras de servicio. De pronto la neblina había bajado. Lola seguía riéndose. Tenía una bolsa de marihuana. Deshacía una pequeña rama con los dedos. Le sacaba las pepas y los pequeños troncos. Coco la miraba hacerlo sin pronunciar una sola palabra. Lola decía:
- Le robé esta bolsa a Luis…
Coco la miró sonriendo. Parecía estar bien. Tenía los ojos achinados. Estaba sentado en un colchón para tomar sol. En Lima nadie cuida sus techos, es una ciudad donde los techos se llenan de polvo, porque no llueve, y a las fachadas de las casas se les pega el smok.
- Bueno -dijo Lola, terminando de armar el cigarro de marihuana-, la cuestión es que yo estaba en su cuarto, cuando Luis sacó de su clóset esta yerba que está buenísima…
- ¡Auchh! -Dijo Coco.
- ¿Qué te pasa?
- Estabas en el cuarto de Luis…
- Bueno. Le dije que se fuera a cambiar otra vez, para poder robarle lo que le quedaba, y lo hice ponerse ése ridículo pantalón negro con ése saco marrón… -Lola rió.
Coco frunció el seño.
- ¿Lo vas a prender o qué?
- Vaya. Alguien tiene ganas de fumar…
Lola prendió el wiro. La puerta que daba al techo seguía abierta. Ahí se bajaba por unas escaleras que iban al segundo piso y de ahí a la cocina. En la cocina, algunos mozos se habían sentado a ver televisión. Con el grito se Rafaela no se inmutaron. Siguieron viendo televisión.
En la sala la reacción fue muy diferente. Patricia y Sebastián fueron los primeros en subir. Marcela en cambio demoró un poco más. Cuando llegó al baño del segundo piso su expresión cambió drásticamente.
Coco empezó a toser.
- Está buena, ¿no? -preguntó Lola.
Ella estaba parada al borde del abismo. En el jardín de la casa los músicos de la banda conversaban en voz baja mientras comían. Se preguntaban si volverían a tocar. Los amigos de los recién casados aprovecharon para escabullirse de la fiesta.
- No sé -dijo Coco, haciendo una expresión de disgusto-, nunca he fumado marihuana.
- No pues, primo -le reprochó Lola quitándole el cigarro.
Lo primero que le molestó a Marcela fue el lío que iba a ser limpiar toda esa sangre. Poco a poco se fue percatando de la magnitud de lo que había ocurrido. A su costado Patricia y Rafaela lloraban. Patricia lloraba por el fiasco que resultó ser su boda. Rafaela por ver a su amiga muerta. Sebastián se lamentaba en voz baja por el escándalo. Imaginaba las portadas de algunos diarios y los reportajes de algunos programas dominicales. La demanda por violación que enfrentaba su empresa también llamaría la atención de los medios. Después de un rato Rafaela se encerró en su habitación. Patricia bajó las escaleras corriendo. La consigna de Marcela fue actuar con naturalidad. Subió un trapeador y empezó a trapear el piso.
- ¿Qué fue ése grito? -le preguntó Luis a Patricia cuando la abordó.
- Dios mío… -susurró Patricia-. Esto se ha vuelto… un completo desastre…
- ¿Qué pasó?
Patricia negó con la cabeza. Estaba llorando. Se dejó caer en uno de los sillones. Un mozo con una bandeja les ofreció cerveza, whisky, gaseosa o agua con gas. Ninguno de los dos quiso nada. Patricia se tapó la cara con ambas manos.
- Es… es horrible… -dijo-. Arriba, en el baño… ella está… muerta…
- ¿Quién?
El cuerpo de Patricia empezó a convulsionar al ritmo de sus quejidos. Luis se puso de pie. Caminó hasta la orilla de las escaleras. Desde ahí miró hacia lo alto, donde se oían voces y exclamaciones de alarma. Alguien hablaba por un celular. Luis empezó a subir. Algo lo llamaba. No era la curiosidad ni el morbo por saber qué había pasado. Lo que más lo perturbaba era volver al mundo real. Una vez en el segundo piso lo recordó todo. Algunas cosas habían cambiado de lugar pero eran mínimas.
Sebastián Bobadilla lo escudriñó con la mirada. No le dijo nada porque estaba hablando por teléfono. Marcela hizo lo posible por ignorarlo. No vio a Rafaela. Avanzó por el pasillo hacia el baño. Saliendo había huellas de sangre. Una vez adentro tuvo una sensación extraña. Las paredes estaban pintadas con sangre. Parecían trazos al azahar pero no lo eran. Así como en la obra de todo buen artista, las manchas de sangre estaban ahí desde mucho antes de que alguien las pintara.
En la bañera estaba la chica. El agua flotaba y la sangre se había acumulado al fondo. Sus ojos inexpresivos miraban al techo. No tenía ninguna mueca de dolor. Parecía que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba muerta.
Luis se acercó a pocos centímetros del rostro del cadáver. No recordaba haberla visto en la fiesta. Era tan bella que resultaba difícil imaginársela pasando desapercibida. Pensó que tal vez la muerte le sentaba bien. Aquella chica iba a ser joven por siempre. Luis se puso de pie, ya que estaba en cuclillas, y miró una flor seca flotando sobre el agua.

34.
- Coco -le dijo Lola, mirándolo a los ojos-, me estoy matando lentamente…
- ¿En serio?
Coco tenía los ojos rojos y una sonrisa estúpida en la cara. El enorme cigarro de marihuana que había armado Lola se había consumido entre sus dedos. En el borde de una de las sillas para tomar sol se habían acumulado las pepas y los pequeños troncos. La bolsa de dónde había sacado la marihuana se había ido volando con el viento.
- ¿Por qué dices eso?
- Porque es cierto -dijo Lola.
La puerta que daba a la escalera seguía abierta. Lo poco que quedaba del cigarro de marihuana Lola lo tenía sujeto entre los dedos. Se lo pasó a Coco antes de decir:
- Todos creen que soy así porque soy una engreída. Todos allá abajo dicen que son mi familia, pero en verdad sólo me miran esperando que haga algo estúpido, como… ¡No sé! Cualquier cosa. La verdad es que no me entienden… nadie me entiende. Por eso… desde hace años, me mato lentamente…
- ¿Ah sí? -Coco sonrió.
Lola asintió. Le dio el último sorbo del cigarro de marihuana y lo tiró al suelo convertido en cenizas. Se limpió pasando ambas manos por sus caderas. Estiró su vestido verde haciendo notar sus pequeñas tetas. El piercing que tenía en una ceja brilló.
- Coco -dijo Lola-, tú eres de los que piensa que si el mundo dejara de girar, todos quedaríamos inmóviles…
- ¿De qué hablas?
- Se te nota en la cara, eres uno de ésos…
- ¿Y cómo son ésos?
Lola posó una mano sobre el hombro de Coco.
- ¿A qué le tienes miedo? -Le preguntó.
- A nada.
- Todos le tenemos miedo a algo. Yo les tengo miedo a las moscas… Sí. ¡Ya sé! Todo el mundo dice que es un miedo estúpido. Pero desde que pasaron “La mosca” en canal dos, decidí que eran unos monstruos horribles. Sólo que como son chiquitos no te das cuenta…
Coco visualizó un palo de golf tirado en el piso. Tenía el mango un poco oxidado. Junto había otros más, metidos en un estuche viejo. El que estaba afuera era especialmente grande. Lola cogió a Coco de las solapas y le estampó un beso en los labios. Coco intentó gritar. Lola lo agarró del cuello y metió la lengua en su boca.
Cuando terminó de hacerlo se quedaron callados. Lola sonreía. Coco se dejó caer de espaldas a uno de los sillones y se puso a mirar las estrellas. Le echó un rápido vistazo al palo de golf que estaba tirado en el piso, pero las piernas de Lola lo taparon.
- Coco -le preguntó Lola-, ¿qué fue eso?
Permaneció callado. Decidió seguirle el juego. Las mejores preguntas son las que se responden solas. Lola siguió diciendo cosas. Coco decidió quitarle el volumen. Automáticamente la puso en MUTE. Era maravilloso. Acercó la toma al palo de golf que yacía en el piso.
Se puso de pie como quien da un corto paseo por el techo. En el jardín las cosas habían adquirido un matiz extraño. Había poca gente y daba la impresión de que la fiesta había acabado. Sin embargo, afuera seguían los carros estacionados. Resultaba intrigante.
Lola seguía moviendo los labios. Coco recogió el palo de golf y aguantó una risa. Aquello era delirante. Se sintió como en un programa cómico. Empezó a jugar con él como si fuera una espada, a la derecha y a la izquierda. Lola seguía hablando de su infancia. Lola era una de ésas niñas enamoradas de su padre. Fue entonces cuando Coco le pegó un golpe en la nuca. Lola se precipitó hacia adelante cayéndose al piso. Una vez en el piso Coco empezó a golpearla. Lola no parecía oponer resistencia. Era como un muñeco de trapo a merced de un malvado niño con un palo de golf.
Con el primer golpe Lola botó sangre por la frente. A pesar de que había sigo en la nuca, toda su cara se bañó de sangre. Ya en piso los golpes fueron poco certeros. Recorrieron su cuerpo desordenadamente, pasando por la espina dorsal y los muslos. Una vez que el palo de golf golpeó el piso, se dobló en dos volviéndose imposible de maniobrar. Coco estuvo ocupado tratando de enderezarlo un buen rato, sin mayores resultados. Luego dejó el palo de golf tirado en piso y fue en busca de algo más contundente.
Entre las cosas que había ahí olvidadas -el techo era una suerte de depósito- encontró un montón de juguetes viejos y una bolsa de ropa que los Bobadilla se habían rehusado a regalar. Coco encontró un alambre viejo y decidió estrangularla.
Lola empezaba a volver en sí cuando Coco se sentó encima de ella. La posición sería algo sexual si fuese Lola quien estuviera encima, pero en la que estaban era de lejos un estrangulamiento. Coco pasó el alambre por el cuello de Lola y empezó a tirar de él hacia arriba. Ella empezó a forcejear. En ése momento ni Lola ni Coco pensaban en nada. Ambos tenían la mente en blanco. La cara de Lola fue volviéndose roja. Coco, por el contrario, tenía una expresión de felicidad en el rostro. Fruncía el ceño y sacaba la lengua mientras sonreía y tiraba del alambre oxidado. Finalmente, algo se rompió.
Le había roto el cuello. No la había logrado estrangular. Coco miró el palo de golf doblado y se le ocurrió romperlo. Con suerte podía sacarle punta y usarlo para atravesar a Lola o para violarla. Era una buena idea. Primero intentó hacerlo parándose encima, pero era un buen palo de golf y le costaba trabajo romperlo. Agarró un ladrillo y empezó a golpearlo. Pensó en reventarle la cabeza a Lola, pero la idea de violarla con el palo de golf le hacía gracia. Ella estaba tendida boca abajo con las piernas abiertas.
Después de un buen rato logró romper el palo de golf en dos. Una punta gruesa y retorcida quedó en el extremo de una de las partes. Coco se puso de pie. Se acercó a Lola y comprobó si seguía viva tomándole el pulso. Le miró el trasero pensando en cómo haría para violarla con la punta del palo de golf. Era cuestión de sacarle las medias de nylon, el calzón, levantarle un poco el trasero y metérselo con fuerza, como si lo clavara en la tierra. Era básicamente lo mismo. Sin embargo, se desanimó de hacerlo. Era una mala idea.
La puso boca arriba y se sentó encima. Levantó el palo como si fuera una estaca de metal. Lo bajó rápidamente clavándoselo en el pecho. La primera vez no dio resultado. No tenía suficiente punta. La segunda vez le hizo una herida entre los pechos. La tercera vez fue cerca del cuello. Le hizo una herida roja de la que brotó un poco de sangre. La cuarta vez fue en el estómago. Lola parecía muerta. Finalmente se lo clavó en el costado izquierdo del corazón. Salió tanta sangre que bañó a Coco y llegó hasta el segundo piso bajando por las escaleras.

35.
Álvaro se sintió fastidiado. El baño del primer piso olía terrible. Después de la cena alguien había vomitado. Las chicas con su periodo habían dejado en el basurero toallas higiénicas sucias. Los amigos de Álvaro habían inhalado cocaína. Almendra le había dado besos volados al espejo. Todo esto hizo que en el baño de visitas de los Bobadilla flotara una acumulación de pestilencias. Álvaro tuvo que prender un cigarrillo antes de sentarse a cagar.
Una vez que acabó se miró en el espejo. Su semblante era un desastre. Buscó en el bolsillo interior de su saco una papelina llena de cocaína. Sin dejar de mirarse en el espejo, Álvaro hizo una raya de polvo blanco encima del bidet. La cocaína entró por sus fosas nasales perforándole el cartílago.
Una vez afuera el desorden era absoluto. La música de Miles Davis era opacada por un sinnúmero de voces que perforaban la sala en forma de murmullo. Variaba dependiendo de dónde estuviera uno parado. La mayoría se habían aglomerado alrededor de las escaleras.
- ¿Qué es todo esto? -Le preguntó a Patricia.
La encontró tendida boca abajo en el sillón más grande de la sala. Nadie se había dignado a acompañarla. Todos llevaban vasos de cerveza o copas de vino. A ella se le había corrido el rimel de tanto llorar. No llevaba su vestido de novia. El pelo lo tenía desordenado. Álvaro se dejó caer a su costado.
- Hubo un accidente -se animó a decir Patricia-, la chica… que era mi dama de honor… Se cortó las venas en el baño…
La expresión en el rostro de Álvaro fue cambiando progresivamente. Luego de que Patricia le diera la primera versión, Álvaro se quedó tieso. ¿Qué significaba todo aquello? Alguien había muerto el día de su boda. Las puertas de la casa estaban cerradas. Estar en el jardín resultaba peligroso. Los mozos se confundieron con los invitados. Todos llevaban ternos oscuros. El ambiente parecía ahora en el de un funeral.
Luis encontró por fin a Rafaela en la cocina. Los cocineros fumaban cigarrillos con la televisión prendida. Películas gringas por canal cinco. Eso caldeaba el ambiente. Rafaela llevaba puestos sus zapatos chinos negros. Cortaba un pedazo de asado con un cuchillo eléctrico. Luis tuvo que hablarle en susurros.
- ¿Qué pasó allá arriba? -Le preguntó.
Rafaela dejó el cuchillo eléctrico a un costado. Caminó hasta el otro extremo de la cocina y cogió un plato de la alacena. Sus zapatos chinos dejaban huellas de sangre.
- ¿Qué crees que pasó?
- Sáltate las partes obvias.
Rafaela se acercó hasta donde estaba Luis. Dejó el plato de cerámica junto al asado. El cuchillo eléctrico seguía conectado. Un cocinero que miraba la televisión botó una nube de humo por la boca. La película que pasaban por canal cinco se puso tensa.
- ¿Crees que tengo algo que ver con lo que pasó allá arriba?
- Eso del suicidio, es una tontería…
- Crees que tengo algo que ver…
- Sólo tú puedes demostrarme lo contrario…
Rafaela acercó su rostro al de Luis. Una mezcla de atracción y repulsión se apoderó de él. Sólo así pudo ver con claridad la expresión amarga de Rafaela. Pronto hubo también chorros de sangre en la cocina. Las paredes estaban bañadas de pintura roja.
Ella se sirvió el pedazo de asado que había cortado y empezó a comer. Le preguntó al cocinero dónde estaba el puré, a lo que éste le señaló una olla encima de una de las estufas. Rafaela, con una sonrisa en el rostro, se sirvió puré.
- Va a ser el asado más triste de toda mi vida -apuntó Rafaela con una voz llena de ironía.
- Dime que fuiste tú… -le rogó Luis.
Tiró el plato sobre el lavatorio sin acabar de comer. Su vestido azul marino ya no la hacía verse sensual. Ahora, por el contrario, parecía una chica enferma, llena de problemas. Al menos, eso le pareció a Luis.
- Si piensas que soy capaz de matar a alguien así, a sangre fría, en mi propia casa, estás muy equivocado…
Luis se quedó callado.
- ¿Sigue en pie lo de Álvaro?
Rafaela dejó de raspar la olla arrocera. Tenía pedacitos de verdura entre los dientes. Se quedó mirando a Luis largo rato. Parecía estar llena de temor, pero a la vez sintiendo una felicidad extraña. Matar a Álvaro. Deshacerse de su cuerpo. Mutilarlo en pedacitos hasta hacerlo desaparecer. Todas eran fantasías tratando de volverse realidad. En ése momento Luis no dejaba de preguntarse: ¿qué extrañas razones hacían que Rafaela quisiera matar a Álvaro?
Rafaela se abalanzó sobre el cuchillo eléctrico que había dejado junto a la cocina a gas. El cuchillo seguía conectado. Con presionar un botón, el cuchillo empezó a mover sus dientes a una velocidad impresionante. A vista y paciencia de los cocineros que estaban en la cocina, Rafaela empezó a jugar que cortaba a Álvaro en pedacitos.

36.
El travesti le dijo que le podía presentar a alguien que hacía ése tipo de trabajos. Álvaro sintió escalofríos. Era la luz al final del túnel. Le dijo que tomara la carretera Panamericana sur. En el camino paró para echarle gasolina al carro. Aprovechó para bajar a estirar un poco las piernas. Se dirigió a la chica que atendía en el Mobil Market y pidió una cajetilla grande de Lucky Light. Pensó en pedir algo de comer, pero no sintió hambre. Se miró el reflejo de la ventana y se vio a sí mismo con el pelo despeinado y la camisa fuera.
Volvió abriendo la cajetilla de Lucky Light. El tipo que le echó gasolina al carro le advirtió que no se podía fumar dentro del grifo. Álvaro lo miró de manera inexpresiva. Pagó con su tarjeta de crédito. Cuando subió al carro le preguntó al travesti hacia dónde se dirigían.
- Tenemos que seguir por la Panamericana sur hasta Atocongo, luego tomamos Evitamiento y de ahí hasta Pista Nueva…
- ¿Eso es?
- Villa María.
Álvaro encendió el motor del carro. Volvió a la carretera Panamericana. A la altura de Atocongo volteó y llegaron a una calle oscura que era Evitamiento. Luego fueron por Pista Nueva, llegaron a una zona infértil, de calles silenciosas, alumbradas por postes de luz. En el horizonte sólo se veían más postes de luz y alguno que otro carro con las luces encendidas. En la esquina había una bodega. Una chica los miró desde ahí.
El travesti bajó. Saludó a la chica y le dijo a Álvaro que esperara. Álvaro prendió un cigarrillo mientras lo veía alejarse. El travesti se metió a un callejón oscuro. Empezó a tocar una puerta y a llamar a alguien. Pasó un buen rato sin que nadie saliera. Álvaro iba poniéndose cada vez más tenso. Miraba constantemente su espejo retrovisor. Encadenaba cigarrillos. Volteaba súbitamente para ver si venía alguien. Finalmente terminó bajando del carro.
- No hay nadie -le dijo el travesti.
- ¿Y ahora? -preguntó Álvaro.
Se escuchó un silbido. Más allá de la bodega, por donde subía la calle, un grupo de chicos venía en dirección contraria. Tomaban ron, vestían casacas y pantalones enormes. Uno llevaba una gorra. Álvaro pensó en correr.
- No les hagas caso -susurró el travesti.
Álvaro le preguntó por el tipo. El travesti levantó los hombros. Cuando el grupo estuvo lo suficientemente cerca, el travesti les preguntó por el tipo. Uno de ellos, alto y de buzo negro, le dijo que se había ido de viaje porque la tombería lo andaba buscando.
- ¿Quieres chamos? -Preguntó el tipo alto, de buzo.
Álvaro negó con la cabeza.
- ¿Entonces qué chucha quieres?
El travesti le susurró a Álvaro que se fuera. Álvaro dudó antes de responder. Apenas se había empezado a sentir cómodo en Villa María, con un codo apoyado en la ventana de su carro. La mirada del travesti le decía: no digas nada. Pero a la vez le preguntaba, como las chicas cuando están enamoradas: ¿qué es lo que quieres? Pero Álvaro no sabía cómo responderles.
Sacó del bolsillo una foto de Almendra. Se la extendió al chico alto, como proponiéndole un trabajo. Le dijo que quería que esa chica desapareciera. Es decir, que alguien la desaparezca. El tipo del buzo negro hizo una mueca -que era en realidad una media sonrisa-, tenía la espalda apoyada contra la pared y bebía ron de un vasito de plástico. Sus amigos se rieron. Él también se rió. Uno de ellos escupió.
- ¿Qué pasa, causa -preguntó el tipo grande, de buzo negro-, quieres que le de vuelta?
- Atrás dice dónde vive, dónde trabaja y a qué hora sale…
- Espera un toque, causa. Yo no hago este tipo de chamba -dijo, tirando al suelo la foto-. Si quieres darle vuelta, hazlo tú mismo…
Uno de los que estaban tomando ron en el piso sacó una pistola grande y vieja, de metal. Álvaro se sintió encañonado. Buscó con la mirada al travesti, pero no lo encontró por ningún lado. Qué día, pensó. Luego cayó en la cuenta de que en menos de una semana estaría casado.
- Linda, ¿no? -le preguntó el tipo grande, de buzo.
Álvaro asintió con la cabeza.
El tipo le apuntó con la pistola. Uno de los que estaban ahí sentados se puso a inhalar cocaína en un rincón. Todos los demás miraban la escena divertidos. El tipo grande, de buzo, preguntó:
- ¿Cuánto iba a caerme por darle vuelta a tu jerma?
Álvaro negó con la cabeza.
- Quinientos soles -dijo, levantando los hombros. En realidad estaba dispuesto a soltar mucho más. Luego se las arreglaría en el trabajo. Haría horas extras. Dejaría los vicios. Se volvería un hombre de bien…
- Dame tu billetera…
Álvaro sacó del bolsillo su billetera y se la dio. Estaba demasiado cansado y atemorizado como para discutir. El tipo de la pistola contó el dinero. Había poco más de ochocientos soles. Todos parecían contentos. La billetera era de piel genuina. Se la tiró por la cara con todos sus documentos. Luego le tiró la pistola.

37.
- ¿Muerta? -Preguntó Álvaro.
Patricia miraba un punto en la nada. Ambos estaban sentados en el sillón rojo. La gente parecía indiferente con lo sucedido. Como si aquello formara parte de una película que acabaran de ver por televisión. Algunos reían y otros chocaban sus copas.
- No lo puedo creer -dijo Álvaro, negando con la cabeza.
- Más vale que te lo vayas creyendo.
Patricia hablaba sin mirarle a la cara. La gente pasaba frente ella sin prestarle atención. Uno de los músicos tocaba la guitarra sentado en un poof.
Álvaro cerró los ojos. El frac que llevaba puesto le empezó a incomodar.
- ¿Cómo se pudo haber matado? -preguntó Álvaro.
- ¿Esperas que yo lo sepa?
- Vaya, necesito un trago -dijo.
Afuera empezó a llover. En el techo las gotas de lluvia caían sobre un charco de sangre. Coco, sentado en un rincón, sacó la lengua y probó la lluvia. Era refrescante. Después de todo, había cosas refrescantes por las que valía la pena sacar la lengua. Permaneció así un buen rato.
Luis salió de la cocina. La música de Miles Davis había acabado. Sólo se escuchaba el murmullo de la gente en la habitación. Sokolich lo abordó diciendo que tenían algo importante de qué hablar. La cara de Sokolich brillaba. Estaba bañado en sudor y arrastraba las palabras.
- Tenemos algo importante de qué hablar.
- Está bien -dijo Luis-. Pero creo que este no es el mejor momento.
- No me has dicho todo lo que sabes.
Luis movió la cabeza de un lado a otro.
- ¿Usted cree?
Álvaro prendía y apagaba la lámpara que tenía a su derecha. Parecía concentrado en eso. Había conseguido una cerveza y se había vuelto a sentar en el sillón rojo junto a su esposa. No había abierto la boca, pero su actitud de arrogancia y desprecio hacia todo era más que obvia.
- Esto no va a funcionar -dijo Patricia.
- ¿Qué cosa no va a funcionar? -Preguntó Álvaro.
Rafaela salió de la cocina. Sus zapatos chinos negros todavía dejaban manchas de sangre a su paso. Con una seña hizo llamar la atención de Álvaro. Sus miradas chocaron. Los sensores de la cocaína se activaron. Dieron luz verde a pensamientos que se aglomeraron y atropellaron unos con otros.
Coco se quitó la camisa. El sonido de una sirena se escuchó a lo lejos. Sonrió para sí mismo y contemplo la manera más adecuada de escapar. Distinguió las luces rojas acercarse a la casa. La adrenalina lo hizo entrar en razón. Calculó cuánto daño le haría saltar al jardín, o aunque sea, alcanzar el borde de la pared de los vecinos.
Álvaro se puso de pie. Caminó frente a todos los parientes y conocidos que quedaban. Rafaela caminó en dirección opuesta. Por las ventanas se podía ver a la lluvia caer. El timbre de la puerta sonó. Había llegado la policía o la ambulancia. Rafaela se escabulló entre rostros y bocas. Álvaro sonrió.
Por la ventana, desde un ángulo que sería imposible de ver, Coco bajaba trepado de un árbol de moras. Estaba sin polo y maldecía. La lluvia le mojaba el pelo y el viento que azotaba las ramas de los árboles no le hacía más fácil la huída. Estaba, por el contrario, terriblemente asustado.
- ¿Fue violación? -Preguntó Sokolich.
- Y usted qué cree… -Respondió Luis.
El escritorio de Bobadilla era de madera tallada y se respiraba un aire a guardado. Rafaela prendió una lámpara que despedía una luz tenue. Las cortinas estaban cerradas. Álvaro recordaba que eran púrpuras aunque ahora parecían más bien negras. Rafaela, con una expresión rara en el rostro (ciertamente era una expresión que Álvaro no tenía registrada en la memoria), se acercó hasta donde estaba él con las manos extendidas, como un ciego caminando en la oscuridad. Álvaro se quedó parado y le respondió el beso con extrañeza. Una mano cerró la puerta con llave.
Finalmente Coco cayó al jardín. Fue una caída seca, como plomo, como un ángel caído de plomo. Se reincorporó después de un rato, gruñendo de dolor, sujetando la pierna que se había golpeado al caer. Estuvo así un buen rato, tendido boca arriba, sin polo, mirando a la luna que se hizo presente un instante, mirando la lluvia caer, sintiendo aquellos puntitos perforarle el rostro, derretirlo con furia, haciendo añicos su existencia.
Entraron a la casa con una camilla. Se abrieron paso. Subieron las escaleras. Corrieron por el pasillo. Eran paramédicos. La escena en el baño los impresionó. La sangre en las paredes dibujaba trazos de pintura roja. No podían levantar el cuerpo hasta que llegara el fiscal, así que se dedicaron a contemplarlo. La chica era hermosa.
Los besos se volvieron oscuros. Cosas que pasan. La penumbra les otorgó intimidad. Álvaro le empezó a tocar los pezones por debajo de su vestido. Rafaela se angustió. Era como besar a su hermana. Ahora Álvaro le metía la lengua en la boca y le besaba la nariz, los ojos, los labios. Hacía sonidos al hacerlo. Luego le besó el cuello. Finalmente le besó los pezones. Rafaela empezó a disfrutarlo. Separó las piernas. Se humedeció. Álvaro empezó a reírse. Ambos cayeron en un sillón marrón. Junto había un estante lleno de libros que llegaba hasta el techo.
Álvaro hundió su boca en la entrepierna de ella. Rafaela empezó a gemir de placer. Álvaro intentó quitarle el calzón. Rafaela se lo impidió. Cogió el cuchillo de bronce que usaba su papá para abrir las cartas. Álvaro reaccionó preguntándole qué le pasaba.
- ¿Qué pasa? -Le preguntó.
- ¿Me quieres?
Álvaro sonrió. Se había desabrochado el pantalón y miraba a Rafaela con sorna. Asintió con la cabeza y dijo que sí. Sujetaba su pantalón con ambas manos y tenía la camisa fuera. Por ahí se veía una prominente erección. Cuando se puso de pie, Rafaela le preguntó:
- ¿Me cambiarías por Patricia?
Álvaro respondió que no sabía, que era probable. Lo de Patricia y él ya no funcionaba más. Por alguna razón, todo se había ido al carajo. Así lo dijo, sin escatimar palabras. Todo se había ido al carajo. Tal vez en parte era culpa suya. No lo creía, pero así lo dijo. Tal vez era culpa de la chica que se había cortado las venas en el piso de arriba. ¿Cómo saberlo? Pero algo era seguro. Ya no quería más a Patricia.
La sonrisa de Álvaro nunca había estado tan expuesta, tan marcada su rostro. Rafaela nunca la había visto así, tan en estado puro. Siempre lo había intuido, pero aquello era espectacular. Una sonrisa que representaba la decadencia humana.
- Espera -le dijo Rafaela, poniéndose de rodillas, bajándole el cierre del pantalón. Álvaro cerró los ojos y puso su mente en blanco. Aquella si era una buena chupada. Pero entonces, algo pasó.

38.
Nelson Aguirre bajó de su coche al amanecer del día domingo, frente a la casa de los Bobadilla. Esquivó con un paso de ballet la cinta amarilla que le franqueaba la entrada. Su grafico llevaba una cámara digital y le seguía los pasos a pocos metros de distancia. Ambos tenían aspecto de estar cansados. Habían aceptado cubrir la nota a regañadientes. Al diario le gustaban las fotos frescas de cadáveres. Julio Chuqui, su editor en jefe, cuando los mandó de comisión, ya tenía un titular en mente:

PITUCO MASACRA FAMILIA EN MATRI.

La noticia había llegado demasiado tarde a la redacción. La edición matutina ya había salido de la imprenta y estaba siendo distribuida como pan caliente. El que dio el dato fue un policía corrupto con quien se había llegado a un acuerdo.
Nelson Aguirre, que en realidad era el editor nocturno, suspiró. El chico al que habían enviado de gráfico nunca antes lo había visto en su vida. Había aparecido en la redacción con una cámara digital a las cuatro de la mañana y se subió al coche. Calculó que debía tener entre diecinueve y veinte años. Durante el trayecto no se dijeron palabra. Nelson Aguirre aprovechó para echar una cabeceada y dormir unos minutos.
Una vez en la puerta los policías les impidieron la entrada. Nelson Aguirre intercambió unas cuantas palabras con ellos. Eran los primeros en llegar. Los policías estaban listos para impedirle la entrada a los medios. Sin embargo, el diario tenía contactos. El detective de homicidios era amigo. Más de una vez le había dado exclusivas por favores que eran retribuidos más tarde. El detective los dejó entrar.
El jardín de la casa de bobadilla era cubierto por el toldo. Estaban las sillas, las mesas y el bar. Los músicos habían dejado los instrumentos y el pequeño escenario lucía ahora desierto. Con un poco de imaginación, Nelson Aguirre pudo ver cómo había sido la fiesta. Casi pudo ver a las chicas con sus vestidos. Pudo imaginar a los novios en el umbral de la puerta. Vio la mesa donde una bolsa de hielo se había derretido. Vio la sangre en el jardín. Entrando a la sala vio con tiza la silueta de un cadáver ausente. Un impacto de bala en la pared. Unos cuantos casquillos en el suelo. Nelson Aguirre preguntó si aún quedaba algún cadáver.
El detective de homicidios sonrió. Otro detective forense paseaba por la casa recogiendo pistas. Los cadáveres se los habían llevado por la madrugada pero aún había uno que acababan de descubrir. Nelson Aguirre sonrió. El gráfico disparaba fotos inútiles que jamás publicarían. Lo que valía era el cadáver, la sangre, la expresión sin vida de alguien…
Los llevó al estudio del señor Bobadilla. Ahí él guardaba sus documentos y pasaba la mayor parte del tiempo. La puerta estaba cerrada con doble llave, por eso les había costado abrirla. Habían forzado la chapa y la puerta (de caoba, como todo en aquella habitación) había sido una puerta difícil de romper. Adentro estaba él. Había muerto estrangulado y con fuertes contusiones en la cabeza. Su sangre lucía negra y cubría todo su rostro. Había algo de materia gris en la pared, como un cuadro expresionista de Pollock. Nada les había hecho pensar que aquel cadáver con el pantalón a la altura de las rodillas, en rigor mortis, era nada menos que Álvaro Sosa.
El gráfico, que se había quedado boquiabierto ante la escena (era, sin duda, la primera vez que cubría un crimen), empezó a disparar con la cámara digital. Apuntaba el lente y disparaba. Cuando nadie se lo esperaba, vomitó.
Uno de los policías sacó al gráfico al jardín. Este tomó aire y se repuso. Aquella pestilencia que acababa de inhalar no se comparaba con ningún olor fétido que hubiera olido jamás. Alguien le pasó un vaso de agua que el gráfico bebió de un solo sorbo. Buscó la luz del día, porque acababa de amanecer, y se estiró levantando los brazos al cielo. Huyó del toldo, porque le daba una sensación claustrofóbica. Se paró junto a un árbol. Algunas ramas estaban torcidas. Sin pensar en nada les tomó una foto.
El detective de homicidios, tras fijar un nuevo precio que iba a pagar el diario a través de Julio Chuqui, llevó a Nelson Aguirre al segundo piso. Pasaron por el baño, ahí se había encontrado al primer cadáver. Había sido la dama de honor. Apareció con cortes en la yugular flotando en la tina. Mandaron a llamar al gráfico para que tomara una foto. De todas formas, dijo el detective, podía darles otras fotos. Eso era por supuesto otro precio y otra forma de pago.
Lo llevó al cuarto de la novia. Ahí había aparecido Patricia amordazada. Su muerte había sido menos dolorosa, si cabía el término. En realidad, había sido una muerte simple, menos complicada, menos espectacular. La habían amordazado con un pañuelo y le habían disparado en la cabeza, almohada de por medio, con un revolver. Los especialistas encargados de balística estaban en éste momento estudiando qué tipo de bala se había utilizado. Se sabía, por el momento, que un familiar de la víctima también había llevado un revolver al matrimonio.
- ¿Quién? -Preguntó Nelson Aguirre.
- Javier Ramallo.
Nelson Aguirre lo pensó un rato. El nombre le sonaba a algo. Julio Chuqui le había informado rápidamente del caso por teléfono, pero Aguirre no le había prestado atención. En aquel momento, al enterarse que iba a salir de comisión, tomaba su sexto café y se apretaba los ojos con una mano.
- ¿Y quién chucha es Javier Ramallo?
- El tipo que mató al asesino -dijo el detective. En seguida comenzó a explicarle el orden de los acontecimientos. El primer cadáver que se encontró fue el de la dama de honor, a eso de la una de la mañana. El detective lo llevó a una escalera de servicio que conducía al techo. Los escalones finales estaban manchados con un líquido negro y viscoso. Había otra silueta dibujada con tiza blanca. El detective de homicidios sentenció:
- Paola Ramallo.
Nelson Aguirre tomó nota.
- Se encontró su cadáver dos horas después del de la dama de honor. Lo hizo Luis Sosa, primo de la víctima.
- ¿Cómo así supieron quién fue el asesino?
El detective y Nelson Aguirre caminaron por el techo. En la calle, los canales de televisión hicieron acto de presencia. Unos ciclistas matutinos se aglomeraron a contemplar lo sucedido. Una cámara filmaba a una reportera informando en vivo. La camioneta era de canal dos.
- Rafaela Bobadilla, la hermana de la novia, lo encontró en el jardín. Estaba medio desnudo. Dice que tenía una pistola. La chica le preguntó qué le pasaba y él se puso violento.
- ¿Quién era?
- Jorge Sokolich. Su papá era socio de Bobadilla en una empresa textil que enfrenta un juicio.
Nelson Aguirre silbó.
- Es grande la cosa -dijo.
- Ahí no acaba.
El detective lo llevó escaleras abajo. Volvieron a la habitación de Patricia. Se veía un tocador, un estante lleno de muñecos de felpa, el armario estaba abierto y el vestido de novia cuidadosamente colocado sobre una silla.
- No se sabe en qué momento exactamente asesinaron a Álvaro Sosa, pero se piensa que fue antes de que mataran a Patricia de un balazo en la cabeza. Después de esto, el supuesto asesino, es decir, Sokolich hijo, bajó las escaleras con la intención abrirse paso a balazos. Es cuando le dispara a un grupo de chicos amigos de la novia que bailaban… -El detective hizo un gesto con los ojos, separando las cejas-. Los médicos legistas se habían ido, llevándose el cadáver de la dama de honor. Bobadilla, hizo que el fiscal de turno pasara por alto las normas habituales, lo coimeó… -El detective levantó los hombros. Aguirre tomó nota-. Mira cómo son las cosas. El loco de mierda este baja las escaleras y al primero en dar vuelta es a Bobadilla. Lo raro del asunto es que la pistola que tenía solía atascarse. Disparó a los chicos que bailaban. -El gráfico tomó algunas fotos a las siluetas en el piso y a las manchas de sangre-. Todos gritaron. Todos lo vieron… -Señaló las siluetas en el piso, los casquillos, las manchas de sangre-. Se dirigió a la puerta -el detective señaló la puerta.
Salieron a la calle. Empezó a salir sol. Caminaron unos metros que se prolongaron y se volvieron cuadras, en dirección opuesta al Golf de San Isidro. Finalmente encontraron otras cintas amarillas y otra silueta en la pista junto a una mancha seca de sangre.
- Aquí terminó el hijo de puta -dijo el detective.
Nelson Aguirre asintió. El sol le caía en la cara, lo que le hacía achinar un tanto los ojos. Sonrió. Era una gran sonrisa. El gráfico tomó otra foto.



39.
Un cable de teléfono le rodeó el cuello. Empezó a estrangularlo. El corazón de Álvaro latió con fuerza. La mirada de Rafaela lo hipnotizó. Álvaro empezó a dar patadas. Con un movimiento espasmódico, pateó la cara de Rafaela. Ella chocó contra la mesa de caoba, desordenando documentos y fólderes. Un pisapapeles de mármol cayó al piso. De la boca de Rafaela empezó a manar sangre.
Álvaro quiso golpear al que lo estaba estrangulando. Su cabeza empezó a enrojecer. Una vena en la frente empezó a latir. Rafaela cogió el abrecartas de bronce y se lo clavó en el pecho. Fue inútil. No tenía suficiente filo y se quedó a la mitad. Álvaro empezó a gritar. La habitación estaba en penumbras. La lámpara cayó al piso y se rompió. Entonces todo quedó a oscuras. Álvaro siguió gritando. Alguien le tapó la boca. Rafaela cogió el pesado pisapapeles de mármol y lo estrelló contra su cabeza. Repitió la misma acción varias veces, hasta que los movimientos compulsivos de Álvaro cesaron.
Cuando todo hubo acabado trataron de limpiarse la sangre. Luis tenía las manos llenas de barro. Era desagradable. Rafaela prendió la luz del escritorio. La cabeza de Álvaro estaba bañada de un líquido negro. Ambos se miraron a los ojos. El silencio era ensordecedor. Se preguntaron si realmente estaría muerto. La pared del escritorio estaba sucia de sangre. El pisapapeles de mármol (que en realidad era un cubo) se había roto en algún momento entre el sexto y décimo primer golpe.
Rafaela se echó a llorar. Luis sentía demasiada adrenalina y estaba demasiado acelerado como para articular algún pensamiento en concreto. Supuso que en situaciones así era normal bloquearse. Caminó como un zombi dando vueltas por la habitación sin pensar en nada, con la mirada perdida, como si no entendiera lo que había hecho. Miró a Rafaela y no sintió nada. Después de un rato le tomó el pulso a Álvaro y comprobó que estaba muerto. Tocó a Rafaela en un hombro y le dijo que lo mejor era largarse de ahí cuanto antes. Rafaela lo miró a los ojos.
- ¿Qué hemos hecho? -Le preguntó.
Lo que haría cualquier persona en su lugar, quiso decir entonces Luis, pero comprendió que sería inútil. Rafaela se puso de pie susurrando que estaba mareada. Luis la tomó del brazo. Salieron de la habitación. Cerraron la puerta con llave.

40.
Nelson Aguirre leyó el artículo en la revista CARETAS una semana después. No era mucho de comprar aquella revista ni cualquier otra, pero la imagen en la portada lo sedujo. Estaban las fotos de Luis Sosa y Rafaela Bobadilla. Abajo decía: Nuevos indicios señalan los verdaderos asesinos de masacre en San Isidro. Aquello lo intrigó. Adentro el artículo no era muy largo, apenas unas cuatro páginas incluyendo nuevas fotos. El artículo señalaba a Sosa y a la joven Bobadilla como los verdaderos asesinos de la masacre. El artículo comenzaba así:
“En las últimas semanas, los asesinatos ocurridos la noche del sábado 13 de marzo en San Isidro han estremecido a la sociedad limeña. No sólo por el número de víctimas que hubo ni por la naturaleza de los asesinatos, sino porque la historia tenía los elementos clásicos de un misterio policial.
“Hasta la fecha, sólo se conocía una versión oficial: aquella que señalaba al fallecido Jorge Sokolich como el único asesino, capaz de matar a sangre fría y sin ningún motivo aparente a trece personas durante la celebración de la boda de su primo. Tal teoría queda hoy descartada. Huellas digitales encontradas en la escena del crimen señalan a otros dos implicados…”.
El artículo citaba al detective Toño Angulo: “Las huellas se encontraron en el cuarto de Patricia Bobadilla y en el objeto contundente con el que mataron a Álvaro Sosa. Además, la muerte de éste último implicó desde el principio dos o más asesinos…”. Y el detective finalizaba: “No se descarta la participación de Jorge Sokolich, es claro de que asesinó a Sebastián Bobadilla, ya que hay testigos”.
Aguirre pasó las páginas con rapidez. Se sintió pesado y en estado de vigilia. Su lámpara en la mesa no alumbraba lo suficiente y le picaban pulgas. Se empezó a rascar. La idea de haber sido el primer periodista en llegar a la escena de aquel crimen le resultaba estimulante. Su trabajo como periodista hasta entonces sólo había consistido en vigilar la jodida impresión del diario. Eso estaba haciendo cuando leyó el artículo y decidió escribir algo más sobre él.
La primera plana en el diario le había parecido sosa y escueta. Trataba la masacre de forma sensacionalista e inexacta. A pesar de haber aprovechado al máximo el espacio (habían ocupado la portada y la contraportada de forma vertical) con el sensacional titular: ¡MALDITO! Junto a la foto de Coco Sokolich, aquello le había parecido insuficiente. La historia del asesinato múltiple en San Isidro era mucho más espectacular y merecía un mejor tratamiento.
A la mañana siguiente, antes de volver del trabajo, llamó de un teléfono público al detective encargado del caso. Toño Angulo contestó desde su oficina en la División de Homicidios. Su voz sonaba amarga y arrastraba las palabras. Nelson Aguirre le pidió entrevistarse con él.
- ¿De qué se trata? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre le explicó entonces que quería escribir algo sobre el asesinato múltiple de San Isidro, pero algo que fuera más allá de una pequeña nota en el diario chicha donde trabajaba, incluso algo más que el artículo que había leído en CARETAS. Quería escribir un libro entero y descubrir al final (sólo a través de aquel libro) quién había sido el asesino, o los verdaderos asesinos, y vengar así de una vez por todas ésas muertes innecesarias.
- Ah, ¿sí? -Preguntó el detective.
Nelson Aguirre asintió:
- Sí -dijo-. Así que necesito entrevistarme contigo.
Un pito anunció que la llamada estaba por acabar. Nelson Aguirre metió otra moneda más de un sol. El cielo se volvió blanco, luego otra vez azul, luego otra vez blanco.
- Mira -dijo el detective-, me interesa una puta mierda tu libro y me interesa una puta mierda tu vida…
Nelson Aguirre se concentró en el sonido vacío de la línea telefónica, una vez que el detective colgó. Se sintió insignificante. Pensó en el detective Angulo, en que debía llevar muchos días sin dormir. Eran las siete y media de la mañana de un día soleado de otoño. La línea telefónica sonaba tu, tu, tu. Se preguntó de dónde podía venir aquello…